Por José Gandour @gandour Foto Simona Malaika @simonamalaika

Tengo 51 años. Desde la primera edición de Rock al Parque, en 1995, sólo falté una vez al festival, porque ese año estaba viviendo en Argentina. Igual, siendo el año 96, en esa ocasión recuerdo estar hablando con mis amigos rockeros de Buenos Aires de un evento público naciente que la Alcaldía de Bogotá se había inventado y estaba financiando, no sólo para apoyar una creciente escena musical que necesitaba un espacio más grande para su desarrollo, sino por que confiaba que esa porción juvenil ciudadana podía dar ejemplo de convivencia en un país en guerra hace mucho tiempo. Se trataba de demostrarle al resto de la población que, a pesar de los estereotipos (los consabidos: satanismo, violencia, desesperación y no sé cuantos más términos que parecen ya telenovelescos) en el rock local existía la posibilidad de demostrar que, en una república fallida donde cualquiera tenía la excusa para despreciar al vecino, la reunión de las masas bajo el argumento musical podía ((y todavía puede) salvarnos.

Hace unos días, estando en un debate radial en Radiónica, la emisora pública de sonido contemporáneo en Bogotá, la gerente de Música de Idartes, entidad gubernamental organizadora de los festivales al parque, decía que las nuevas generaciones creen que Rock al parque es un concierto más y punto. Que no comprenden la función social del evento. Paralelo a eso, he escuchado a muchos de mis conocidos decir, ante las fallas que tiene el festival (que las tiene, y muchas, según cómo lo veamos), y ante la proliferación de nuevos festivales de origen privado, que no tiene sentido seguir con Rock al Parque. Hay un discurso, a pesar de la permanencia de Rock al Parque a lo largo de los últimos 22 años, que se ha olvidado, porque seguramente lo hemos obviado y no creemos necesario recordarlo. Llego el momento de volverlo a clarificar: Rock al Parque (y por extensión, todos los festivales con ese apellido) es la expresión más democrática que tenemos entre nosotros en el plano musical. Es el único evento donde realmente conviven todos los estratos sociales de la ciudad y donde nadie del público está por encima del otro. Todos ustedes que han asistido al Parque Simón Bolívar han podido comprobar escenas en las cuales está el hijo de obrero con camiseta roida de Sepultura al lado de la princesa del norte que no puede disimular estar estrenando ropa para la ocasión. Y poguean juntos y celebran estar ahí juntos. Luego quizás no se vuelvan a ver, pero ese momento siempre es mágico. 

Ese es el relato que hay que recuperar: Podemos tener todas las discusiones del mundo sobre la forma de hacer las cosas en nuestro festival, podemos discutir si el cartel es bueno, si trajeron a las agrupaciones invitadas que eran, si las convocatorias distritales tuvieron resultados felices o no, podemos discutir todo, y de por sí lo hacemos y mucho. Pero, por encima de quien gobierne la ciudad, el discurso de convivencia se debe recuperar y debemos volver a sentir orgullo de tener un evento que no se ve en ninguna parte del mundo. Si, hay muchisimos conciertos gratuitos, gran cantidad de certámenes públicos, pero ninguno como Rock al Parque se ha establecido como antorcha de defensa de los derechos culturales, de la necesidad de paz entre los ciudadanos y de proponer música para quien desee escucharla, calmando las bestias que residen en cada uno de nosotros. Lo dice la revista colega Vice Colombia: Este es el primer festival que se hace después de hacer efectivos los primeros puntos del acuerdo de paz entre el gobierno y las Farc, despues de cinco y mas décadas de enfrentamiento. ¿Saben? No me extrañaría que alguien en las conversaciones de La Habana pusiera cómo ejemplo nuestro festival. No hay prueba de ello, pero es divertido imaginárselo y no hubiera sido un despropósito haberlo hecho. 

Repito, tengo 51 años y sigo yendo a los tres días de Rock al Parque. Ahí es cuando más orgullo me siento de ser bogotano.

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