Por José Gandour @gandour

Uno de los grandes problemas del sector musical, sea donde sea, no importa en qué ciudad esté usted viviendo, es que, realmente, a la hora de medir su intervención en la economía general, no se le observa con la seriedad que se merece. Gran parte de la población cree que los músicos (y toda la gente que está a su alrededor) viven en un mundo muy parecido al que describe La Guitarra, de Los Auténticos Decadentes:

Porque yo no quiero trabajar
No quiero ir a estudiar, no me quiero casar
Quiero tocar la guitarra todo el día
Y que la gente se enamore de mi voz
Porque yo no quiero trabajar
No quiero ir a estudiar, no me quiero casar
Y en la cabeza tenía la voz de mi viejo
Que me sonaba como un rulo de tambor

La gran mayoría de nuestros lectores seguramente ha expresado durante todos estos meses de pandemia su nostalgia por la falta de conciertos y actividades en vivo de la época, y de cómo extrañan tal o cual festival, pero, si no están involucrados en este negocio, pocos pensarán en términos reales la total inopia que viven muchos de los artistas del ramo. Alrededor de la economía musical no sólo están los protagonistas que se suben a escena: A partir de esa cifra inicial que usted ve en tarima, multiplique, por un número difícil de imaginar, la cantidad de profesionales involucrados. Anote: Roadies, técnicos de sonido, videógrafos, publicistas, diseñadores gráficos, medios de comunicación del sector, encargados de auditorios y lugares de conciertos, salas de ensayo, estudios de grabación, promotores, proveedores de equipo especializado, logística, academias, tiendas de instrumentos, sociedades de autores, editoriales y disqueras. Ahora sume los familiares de todos estos miembros de tan vilipendiada comunidad. ¿Se da cuenta de lo grave que se vuelve el asunto?

Pero sigamos señalando los prejuicios: Como la música es parte de la alegría y la parranda, y muchos relacionan todo esto con el jolgorio, nuestra cultura judeocristiana nos hace creer a muchos que igual la labor de esta gente «feliz y relajada», «bohemia y romántica», no marca mucho dentro del producto bruto interno de un país y podemos pedirles que aguanten, mientras otros sectores se recuperan como esperamos. Hagamos un ejercicio: Saquen una libreta y piensen en todo el dinero que se mueve en una jornada de cualquiera de los festivales más importantes de su ciudad. Usted compra una entrada, se transporta de su casa a la locación del evento, se compra unas bebidas y de paso aprovecha a comer algo, quizás un par de veces durante la jornada. Quizás adquiere un souvenir del concierto, y luego regresa a su casa en el transporte contratado. Multiplique su suma individual por la cantidad de asistentes y siga con la calculadora. Ahora piense que de la entrada que usted desembolsó, sale (si el empresario se porta a la altura y cumple con todas las reglas de juego) el pago de los artistas, del personal técnico, de los empleados temporales que contrató la organización para que todo saliera sin contratiempos, el pago de retenciones de las sociedades de autores por el uso comercial de la música, toda la propaganda requerida para difundir la fecha y hasta, si alcanza, el regalito que se le hace al invitado internacional para que se sienta en casa durante su instancia. Mucha plata, ¿no?. Y eso que sólo estamos desmenuzando lo que se da en un día agitado, en medio de todo el movimiento anual de una escena musical tan compleja como las de Buenos Aires, Bogotá, Santiago, Ciudad de México o Lima, por citar unas pocas ciudades latinas.

Todo eso, por el momento, se cayó. Esto, como decimos hace varios meses, es tierra arrasada. Y en mayor o menor medida, según vemos a lo largo de la geografía latinoamericana, es un tema menor para los respectivos Estados de la región. Les pregunto: ¿han escuchado a algún representante gubernamental de fuerte referencia decir algo vital al respecto? Es más, ¿cuántos miembros de alto nivel de la burocracia cultural se han sentado a debatir el tema, sin que su discurso deje de ser humo inservible? Ojo, nadie está diciendo que abramos indiscriminadamente los bares, los auditorios y los estadios. Estamos en peligro de contagio por un buen rato. No podemos regresar a lo anteriormente establecido antes de que la mayoría de la población esté vacunada. El virus ha cobrado suficientes víctimas como para que la terquedad nos convierta en irresponsables negacionistas. Pero estamos hablando de cientos de miles de perjudicados a los que se les ha pedido, como si fuera cuestión de simple deseo, que se reinventen mientras las cosas se componen. Lo irónico es que los empleados de las dependencias gubernamentales que supuestamente trabajan sobre estos temas son los únicos que tienen por el momento su ingreso mensual asegurado. Es curioso cómo en las áreas estatales relacionadas con la creatividad artística lo que menos se ve son planes creativos de rescate para la congregación de profesionales que representan. Es necesario que estos personajes se sacuden de su modorra, que dejen de ser los más cómodos de la situación y de una vez por todas pongan lo que hay que poner para que esto se vaya solucionando.

Abrimos el debate y los invitamos a opinar desde cualquier rincón de nuestro continente, para responder las siguientes preguntas:

-¿Cuál debe ser el papel del Estado en esta crisis de la economía musical?
-¿Tienen alguna obligación al respecto las grandes empresas privadas? ¿Sectores relacionados con las bebidas alcohólicas, el tabaco, las telecomunicaciones?
-¿Creen que, a estas alturas, es mejor pensar en que la música debe comprender su papel de simple banda sonora de nuestra vida y que quienes la hacen no deben pretender nada más que lo que a veces reciben?
-¿Los músicos pueden hacer algo más que quejarse de sus malos momentos y contribuir a la solución?

A medida que podamos convencer a algunas personalidades que hablen a fondo sobre estos tópicos, iremos publicando columnas de opinión para sostener la discusión y darle el espacio que se merece a esta problemática. Es, por el momento, lo mínimo que podemos hacer al respecto. 

 


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