Aterciopelados en sus comienzos

Con cierto inocente orgullo, me pongo a pensar que tuve la suerte de ver en vivo las primeras presentaciones de algunas de las más populares agrupaciones del rock colombiano. Me acuerdo del primer toque de 1280 almas en una casa desocupada en el norte de Bogotá. También el estreno de Superlitio, en un concurso de bandas que realizaba la Universidad del Valle, en Cali, en el cual fui jurado. Pero el recuerdo que más me asombra, teniendo en cuenta el paso del tiempo y el impacto que luego causaron no sólo en Colombia, sino en el resto del continente y, porque no decirlo, en el planeta entero, es que estuve en el primer concierto de Aterciopelados, en Barbie, espacio ubicado al norte de la capital colombiana, un local que ahora es una lavandería y donde no hay ningún vestigio de lo ocurrido ahí. Como casi todo lo ocurrido durante los años 90´s en esta ciudad, el momento huyó sin dejar mucho rastro.

Todos estos recuerdos vienen a mi cabeza viendo el libro que ha publicado el Instituto Distrital de las Artes (Idartes), entidad cultural de la Alcaldía de Bogotá, con motivo de los 20 años de la publicación de Con el corazón en la mano, primer álbum de Aterciopelados. Este libro, una publicación de fina factura, trae mucho material de la historia de esta agrupación y del recorrido que han tenido a lo largo de más de dos décadas.

Hay una faceta poco divulgada de la historia de Aterciopelados, que me permite tenerles aún más simpatía: Sin ellos, y especialmente sin Héctor Buitrago, la historia de la movida musical nocturna bogotana no hubiera sido la misma. No tengo ninguna duda en decir que si hay un responsable de darle una cara “alternativa” al entonces incipiente movimiento rockero de esta ciudad fue él, a través de sus bares, de sus conciertos y de sus no siempre exitosas intenciones discográficas.

¿Recuerdan que les nombré Barbie como el lugar del primer toque de esta banda? Bueno, era el segundo local creado por Buitrago, con la participación inicial de Andrea Echeverry. El primero se llamó Barbarie y quedaba en el céntrico barrio de La Candelaria. A finales de los años ochenta, Barbarie funcionó en una casa colonial, en una calle donde un joven y aún rockero Carlos Vives también tenía su espacio de entretenimiento, Estación Central. El segundo proyecto, Barbie, se instaló a más de ciento cincuenta cuadras al norte, en una bodega que antes de poner a sonar New Order, Ned´s Atomic Dustbin o The La´s pudo haber sido un almacén de jabones o quizás un espacio para acumular inventario de piezas de mecánica automotriz.

Si, claro, a Héctor y Andrea se les conocía en el mundillo rockero underground por haber tocado varias veces bajo el nombre de Delia y Los Aminoácidos, una banda de canciones divertidas y variados covers de la música anglosajona del momento. Pero antes del estreno de Aterciopelados, a ellos se les distinguía más por sus labores en dichos antros nocturnos. Héctor era un experimentado coleccionista de discos de díficil hallazgo en Bogotá, y en cada ocasión que se ubicaba frente al equipo de sonido de sus bares, hacía reventar lo último de la música del momento, canciones que ni siquiera sonaban en algunas de las principales radios de Nueva York o Londres. Era costumbre de más de un nerd musical (me incluyo, por supuesto) de acercarse a la barra, apenas sonaba un tema desconocido, y preguntar a quién pertenecía, para ir a la céntrica avenida 19 y pedir el álbum por encargo a Saul, de la Musiteca o ir a la 85 y buscarlo con Oscar en Antífona. Héctor, sin ningún tipo de egoismo, compartía la información.

Cuando tenía la suerte de cruzarme con Buitrago en algún concierto o quizás en el mismo Rock al Parque, la conversación giraba casi siempre alrededor de nuevas publicaciones discográficas. Recuerdo que un día, en medio de una fiesta, me preguntó si había escuchado una banda británica, unos tales Radiohead, que acababan de publicar un álbum llamado Pablo´s Honey. Había momentos, por este tipo de charlas, que sospechaba que algunos de los sellos más importantes del mundo le mandaban muestras de sus nuevos productos antes de ponerlos a la venta en cualquier parte del planeta. Estoy seguro que más de uno conoció a través de él bandas como Primal Scream, The Charlatans, Fobia, La Lupita y muchos otros.

De los bares de su propiedad a lo largo de los años 90, salieron la gran mayoría de las mejores bandas del momento. En Barbarie, Barbie, Transilvania, Astrolabio, Kaliman y Terlenka tocaron Hora Local, La Derecha, Catedral, Yuri Gagarin, Sidestepper y muchísimos otros. También pasaron por sus tarimas artistas internacionales como Caifanes, Babasónicos, Víctimas del Doctor Cerebro y hasta hubo una histórica presentación gratuita, producida en pocas horas, de Mano Negra, en Vena Arteria, un auditorio que duró si acaso unos meses antes que los vecinos del barrio de La Macarena lo cerraran. Mientras el esfuerzo de la gran mayoría de los empresarios era abrir espacios elegantes destinados a clientelas conservadoras y de alto poder adquisitivo, Héctor inventaba con limitados recursos y en retorcidos aforos el underground bogotano.

Algunos de los nostálgicos de mi generación dicen que el mejor momento del rock colombiano se dió durante la década de los noventa. La gente iba a los conciertos a descubrir y celebrar que la ciudad tomaba un nuevo color, un tono mucho más alegre. Bogotá tenía música en cualquier rincón, porque existía el espíritu de no esperar que otros crearan las superficies para producir sus eventos. La experiencia “alternativa” podía suceder en cualquier lugar, mientras hubiera la capacidad de poner una tarima y meter a la gente ahí. Se ocuparon teatros, casas abandonadas, galerías, centros comunitarios. La publicidad consistía en pegar fotocopías en blanco y negro en los postes y hacer correr el boca en boca para que llegaran cientos de personas y vivieran la experiencia. Algo sucedió entonces y nos aburguesamos. Quizás, al tiempo que la carrera de Aterciopelados creció y Héctor tuvo que dejar sus otras labores, unos intrusos nos convencieron que las cosas se debían hacer de manera más convencional. Si, unos años después, tenemos internet, mejores equipos, grabaciones más profesionales y formas de llegarle virtualmente a todos los aficionados en el mundo. Pero está claro que algo se perdió en el camino.

Leer el libro de Aterciopelados trae consigo conocer todos los detalles de la historia de esta agrupación, pero a su vez nos pintan un alejado buen momento de Bogotá. Quizás acudir a esta publicación nos haga pensar en la posibilidad de reconstruir algunas de las intenciones de ese tiempo. Les puedo decir que a pesar de los avances innegables, hace veinte años algunas de las cosas que ocurrían eran más divertidas que ahora. Esto no es palabrería de un viejo melancólico. Hasta el mismo Héctor se los podría asegurar.

 

Escrito por José Gandour @gandour

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