Por José Gandour @gandour

Fotografía @simonamalaika

Hemos pasado en Bogotá un fin de semana intenso, lleno de conciertos, donde hemos podido asistir en pocos días al Festival Hermoso Ruido, a una buena muestra de metal en el Knotfest Colombia, un evento masivo con Fito Páez y unas cuantas funciones musicales de mediano tamaño con carácter internacional. Sí, claro, hay entusiasmo, hay optimismo y algunos se desbordan de emoción por lo vivido. Es tal el extasis de algunos, que ciertos periodistas, más con sangre caliente que con responsabilidad informativa, han llegado a titular sus reseñas disiento que esta ciudad es la capital mundial de la música. El patriotismo y quizás el exceso de bebidas y sustancias festivas que se consumen en los certámenes nos hacen perder el sentido de la realidad. Discutamos en serio qué es lo que estamos viviendo por estos lados y bajémoslo a la realidad como es debido.

Partamos de entusiasmantes datos optimistas: Si, Bogotá ha crecido cultural y, específicamente, musicalmente hablando. La comparación de lo que se podía ver hace 20 años (y, si quieren, hace 10) a lo que vemos ahora es abismal. En tiempos de guerra la posibilidad de ver a las grandes estrellas del pop y el rock era mínima, y se hablaba que no era sólo asunto de violencia sino que el nivel de los empresarios responsables de este tipo de eventos era insuficiente. Varios de ellos se portaban como si organizaran un bazar de colegio y otros tenían intereses turbios a la hora de invertir en este tipo de espectáculos (y se notaba demasiado). Hubo artistas, especialmente de la órbita electrónica, dispuestos a venir sólo si se les doblaba y hasta se les quintuplicaba su tarifa para presentarse en fiestas de dudosa reputación que, la verdad, poco y nada contribuyeron a la formación de una escena local. Más de una agencia de booking internacional tenía vetada cualquier negociación que incluyera presentaciones en esta ciudad y sus alrededores, por miedo a mandar a sus representados a territorio hostil y peligroso. Hoy, es evidente, hay más confianza, mayor profesionalismo y toda la infraestructura para confiar en que un concierto de, por ejemplo, Los Rolling Stones o Paul McCartney no tenga mayores problemas en su realización y lleve el público suficiente para cubrir los gastos y generar ganancias para los organizadores.

También han crecido la cantidad y la calidad de los festivales privados y siguen aún, después de 24 años de haber sido creados, los festivales públicos al parque llevando miles de personas a sus conciertos, presentando, al nivel de su capacidad presupuestal, músicos de altísimo nivel orbital. Hemos visto cómo, hasta en pequeños escenarios, encontramos buena parte del año algunas de las nacientes estrellas de los géneros contemporáneos y, cada vez es más claro que Bogotá es un punto de encuentro importantísimo en la escena latinoamericana, siendo una urbe abierta (en algunos casos más que algunas de las ciudades más grandes del entorno) a recibir a los más destacados representantes del hemisferio. Esta es una ciudad que por fin comprendió la importancia de su situación geográfica y de sus posibilidades de conexión para volverse centro de la movida del continente.

Hasta ahí todo bien. Todo lo dicho hasta este instante es digno de ser celebrado. Pero, insisto, no exageremos. Falta muchísimo por hacer y, especialmente, lo más importante. Estamos festejando la pompa, lo que se ve bien y sirve de titular en los medios más populares, pero estamos cayendo en una especie de venta irresponsable de humo.

¿En que estamos fallando?

Comencemos: Bogotá es una ciudad que, según cifras poco exactas, tiene entre ocho y diez millones de habitantes. Es una de treinta urbes más pobladas del mundo, y sin embargo, si observamos seriamente donde se concentran las actividades musicales, estas sólo se realizan en sectores que apenas concentran poco menos de medio millón de habitantes. Hay un desprecio radical por el resto de las zonas residenciales, donde se piensa que la gente no tiene el suficiente dinero para asistir a los espectáculos. Y no sólo estamos hablando de los eventos de tipo internacional: el propio talento local huye de la posibilidad de expandir su presencia, ya sea por ignorancia, comodidad o simple displicencia, en áreas que no ha investigado y que mira con temor.

Por otro lado, la gran mayoría de los eventos musicales realizados en Bogotá relacionados con géneros contemporáneos, se llevan a cabo de noche, en lugares donde se vende alcohol, y, por tanto, está prohibida la presencia de menores de edad. La misma Alcaldía de la ciudad, a través de sus programas DC en Vivo y, anteriormente, Arte Conexión, usa un interesante presupuesto en financiar presentaciones de agrupaciones en bares con esas restricciones, en lugar de buscar una forma más efectiva de llegar a un público en formación. Eso poco y nada contribuye al crecimiento de una escena.

Esta es una ciudad donde, para el tamaño que tiene, escasean los auditorios y, aún más, los nuevos empresarios locales que organicen las actividades. La Cámara de Comercio organiza todos los años el Bogota Music Market (BOMM), donde reune a buena parte de los participantes del panorama musical y los junta con posibles compradores nacionales e internacionales, pero en ningún momento se ha interesado porque crezcan las probabilidades de propagar las actividades culturales por todos los barrios, formando y apoyando nuevas generaciones de emprendedores que lleven de manera rentable a los artistas locales. No hay un circuito como tal en Bogotá y las bandas de mediano y alto alcance (obviamente, tampoco las que inician labores) tienen los suficientes toques para decir que viven de su profesión. Si este circuito existiera, no sólo veríamos que los músicos más destacados tendrían la presencia necesaria en la capital colombiana, sino que, hablando en términos puramente capitalistas, habría un relevante reflejo de ello en la actividad económica general de la ciudad.

Si adoptamos como cierto eso de ser «la capital mundial de la música», uno de los factores que definitivamente nos haría caer en la duda de dicho apelativo es lo poco y deficiente que es el periodismo del sector. Volvemos a decirlo: Si calculamos conservadoramente que esta es una ciudad de, al menos, ocho millones de habitantes, la cantidad de emisoras al aire de música contemporánea es escasa, los principales periódicos no tienen una verdadera sección musical permanente, la televisión masiva sólo tiene deprimentes programas de concurso relacionados con el tema, y la gran mayoría de los medios digitales, aunque en crecimiento, no tienen la calidad necesaria para corresponder a las necesidades del ambiente. La información no se divulga con el alcance esperado para sentir que vivimos en una metrópoli que experimenta a pleno su intensidad cultural. Y eso hace que la música se convierta aún más en un producto aspiracional y elitista, contradiciendo ese supuesto espíritu de desarrollo que nos rodea y del cual tanto hablan algunos desde sus columnas.

La motivación de este artículo no contradice ese ánimo de progreso que hemos vivido en Bogotá en las últimas décadas. Es más, nosotros en Zonagirante.com sentimos, sin estar cayendo en mentiras, que hemos hecho parte de esa construcción de escena. Somos orgullosamente bogotanos y orgullamente latinos. Pero no caigamos en el onanismo intelectual y en los inútiles juegos pirotécnicos, cuando en varios de los puntos cuestionados estamos yendo por lados erróneos y por otros falta mucho por recorrer. Para consagrarse en un punto alto y recibir una etiqueta comparable a la usada, se tiene que integrar a la gran mayoría de la población en el proceso, se debe actuar de manera más consciente en la formación de públicos y estamos en la obligación de lograr que la economía musical, toda ella, sea sólida y estable. Hasta entonces, dejemos la grandilocuencia para aquellos que nos quieren vender espejitos y seguir siendo ellos los únicos que se benefician de todo este asunto.

 

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