gandourcapsulaPor José Gandour @gandour

Foto Oscar Perfer

(Nota del editor: Algunos arqueólogos encontraron en un sitio cercano al que nos hallamos, una extraña carta que habla con nostalgia de un acontecimiento que tuvo curso en 2015, y parece escrita por un padre que quiso narrarle a su hijo uno de los mejores recuerdos musicales de su vida).

Amado mío: Si, fue hace mucho tiempo, pero ya tienes edad para que yo pueda contarte una gran experiencia. Era lunes y el clima no terminaba de definirse. Eran las cuatro y pico de la tarde. En medio de un mega evento que se celebraba en Bogotá,  un festival llamado Rock al Parque,  en una de sus ediciones más anodinas, de repente bajó una extraña luz desde el cielo a indicarnos que, en medio del aburrimiento, llegaba un poco de paz y alegría. Justo en el momento que algunos amigos y yo pensábamos desilusionados que eso que llamaban Rock estaba atrapado en manos de gente postiza, con demasiados prejuicios en la mochila y escasa sonrisa, arribaron al escenario 3 extraterrestres que, para cruzar la estratósfera, se disfrazaron de argentinos residentes en el Pais Vasco. Se hacían llamar Cápsula y no tuvieron mejor idea que vestirse a la manera de aquellos referentes glam de principios de los años 1970 en Inglaterra. Su llegada asustó a varios hipsters que se hallaban en la zona y escandalizó a los clérigos metaleros que predicaban en el parque.

Cuando se prendió el tablero señalando su tiempo de presencia en tarima, este trío no tuvo mejor idea que arrancar con una versión atrevida de Mejor no hablar de ciertas cosas, de Sumo, advirtiendo que el ambiente se podía llenar rápidamente de bella y clásica lisergia auditiva a disposición del público presente. Los asistentes, aún sorprendidos por dicha presencia en escenario, se fueron acercando a las barreras. Algún imán sonoro los traía pellizcando sus orejas.

La duquesa Coni encandilaba a los enamoradizos con su sensual movimiento, mientras profundizaba en las mentes de los espectadores con el sonido de su bajo. Ricardo Camino Vega marcaba el ritmo hipnotizante desde su batería, concentrado en su labor, logrando con la tortura de los parches de sus tambores someter a la cada vez más cautiva audiencia. Pero el sacerdote oficiante de esta misa psicodélica era Martín Guevara, un hombre que apenas superaba sus huesos, pero dueño de una energía inagotable para envolver las quejas existenciales del público y enterrarlas al menos durante una hora, su hora, donde pedía, ordenaba, atención completa para su arte.

Como buen pastor de su propia religión, Guevara arengaba a las masas a unirse a sus cánticos de rebelión, a denunciar que el mundo iba por rutas oscuras que intereses malhabidos construían con la sangre de otros y a prevenir infiernos cercanos. Por momentos, para captar aún más la atención de sus cada vez más conversos feligreses, sobrepasaba las barreras de seguridad y saltaba por encima de los cuerpos hipnotizados. Cuando regresaba a la tarima, sabía que las cadenas de placer estaban aseguradas entre el eufórico público. Amagó con terminar la misa a los treinta minutos, pero era simplemente un pequeño truco para seguir sorprendiendo.

3600 segundos sin  perder el control de la audiencia. Fuego incandescente durante toda una hora. Cápsula había dejado su aliento en el aire y todos estuvieron hechizados desde el comienzo hasta la caída de la última nota. Luego el trío desapareció detrás de la cortina y todos quedamos con la sensación que algo mágico había sucedido. Quizás, sólo quizás, el Rock en ese momento recuperó su viejo nombre, lo limpió, le dió brillo y lo puso en nuestra memoria como imperdible tesoro.

Amado hijo, ojalá puedas tener un instante como este en tu vida. Ojalá puedas, al menos por una hora, disfrutar la música como yo lo hice ese día.

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