colombiahardcore

Por José Gandour @gandour

Fotos: La Sucursal.

Seamos claros en un punto, aunque nos duela: En Bogotá los eventos musicales se han vuelto elitescos. Ver un concierto profesional masivo, salvo los festivales organizados en colaboración con la Alcaldía de la ciudad, es cuestión de bolsillos privilegiados. Cualquier entrada a un concierto de un artista internacional cuesta cientos de miles de pesos. Asistir al espectáculo más promocionado del año, Estéreo Picnic, significó pagar un costo superior al salario mínimo mensual de los colombianos, y eso que dicha tarifa no incluía transporte, comida, bebidas y algún souvenir de la ocasión. Con razón el hashtag del evento era #unmundodistinto.

El problema no queda ahí. Empeora.

El público que disfruta de los espectáculos en vivo tiene presupuesto limitado y es tal la sobresaturación de presentaciones de artistas importados que en las redes sociales se puede observar los listados de todas fechas programadas y la suma a invertir para asistir a todos, pero… Nadie incluye en esos registros los eventos locales, los del talento del país.

Ojo, nadie está cayendo en la propuesta xenófoba de cerrar fronteras y quedarnos al estilo norcoreano con los mismos sonidos de siempre producidos a la vuelta de la esquina. Pero eso invita a creer lo mismo que pensaría un economista cuando observa cuando se aplican los tratados de libre comercio en un país que no tiene aún desarrollada la infraestructura para soportar el embate de lo que viene de afuera. Si la industria zapatera de un país, por poner un ejemplo, está en pleno desarrollo y aún no ha afianzado su puesto en el mercado, es dificil que sobreviva ante la llegada de lo importado. Lo hemos visto en todos los aspectos de la economía en nuestros países, ¿por qué no iba a suceder con la música?

No tengo cifras, pero tengo claro que en los últimos cinco años el público asistente a los conciertos locales ha disminuído. Y a eso sumo algo que oscurece aún más el panorama: Puede que por el crecimiento al acceso a las redes existan más medios y que haya muchas más personas que dicen ser periodistas musicales. Han proliferado los blogs y vemos cómo ese nuevo ejército de comentaristas se hacen presentes en los festivales más publicitados, armados de sus cámaras y sus ipads. Pero son pocos los que escriben de lo que sucede a su alrededor. Su labor periodística sólo está guiada por su deseo de ser acreditados en los certámenes más promocionados. Se comportan más como promotores que como analistas y prefieren no escribir ningún tipo de crítica porque temen ser expulsados del eden musical. Ese tipo de periodismo se limita a disimular un poco el espíritu fanatico por unas cuantas bandas norteamericanas y a repetir lo que ya dicen las revistas y medios de las metrópolis del primer mundo. Eso, la verdad, sólo le sirve a los empresarios de los conciertos más importantes. A nadie más.

Sigamos cerrando el círculo vicioso: ¿Qué pasa entonces con las nuevas bandas bogotanas? Al no tener muchos espacios y pocas oportunidades de desarrollar su carrera, tienen dos caminos. Uno es aceptar resignadamente las reglas de juego establecidas en el mercado, gastar un dinero que no tienen, e intentar sonar a lo que suenan las bandas que traen, para ver si tienen la oportunidad de ser incluidas como teloneras en los espectáculos mayores. Eso sí, este camino no trae garantizado el triunfo, ni mucho menos. Simplemente, si le va bien, es posible que disfruten de parte del confetti de las fiestas y salgan alguna vez en las páginas de los periodistas anteriormente citados. Quizás sea su agrupación una de las poquísimas que superen la desilusión de la ruta.

El otro camino es que el grupo monte su propia via, insista en trabajar bajo los parámetros en los que cree. En las condiciones actuales del mercado, perdón se lo digo, las chances de caer en el ostracismo son bien grandes. Tiene muchas posibilidades de fracasar, mi amigo. Pero, con esa filosofía barata que a veces manejo, me viene a la memoria una frase de mi superhéroe favorito, Silver Surfer, cuando dice, antes de enfrentarse al poderoso Galactus, «Si rehuimos a la batalla porque la esperanza de victoria es escasa, ¿dónde está entonces el valor? Siempre será el ideal lo que nos mueva, no las posibilidades».

Y es ahí donde debo expresar mi admiración por la terquedad de los organizadores del festival Colombia Hardcore (quienes, afortunadamente, son amigos míos). Con tal de sostener una escena musical que pelea por sobrevivir, organizan un evento de acceso gratuito para la ciudad, con un adicional sentido solidario, solicitando a los asistentes a donar, sin obligatoriedad, un alimento no perecedero para la población más vulnerable. Detrás de su labor no hay interés económico inmediato y si el afán de mostrar lo que suena en el hardcore nacional. Intentan capturar público de una manera diferente, lejos de las lentejuelas y la sección de espectáculos de los noticieros privados.

Lo que ellos proponen no está dentro de los esquemas de los empresarios mejor relacionados con las celebridades, y quizás por ello su propuesta transite por las rutas más tortuosas, pero su labor, como la de tantos otros relegados por los medios, es recuperar el viejo sentido de la escena rockera bogotana. Una escena más inclusiva y que construya una sociedad mejor, menos egoista. Suena romántico, «mamerto» y, para los más extremistas, hasta peligroso, pero su labor es digna de ser apoyada. Si usted está en Bogotá este sábado 9 de mayo, lo invito a asomarse por el Teatro al aire libre La Media Torta desde temprano (todo comienza a las 10 am) y disfrutar de una parte importante de lo que se está haciendo en materia musical fuera de los focos comerciales. Le aseguro que la experiencia valdrá la pena.

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