Por Tomás Pont Vergés – @pontomaspont

Nota del editor: Esta es otra de las fabulosas notas publicadas hace unos años en NTD.La a las que tenemos acceso en Zonagirante.com. Y la hemos publicado, con los consabidos permisos de nuestros hermanos de dicho medio, porque hemos sentido la necesidad de rendir homenaje a Eduardo Mateo, notable artista uruguayo cuya obra merece ser recordada en toda América Latina. Esperamos disfruten esta increíble historia. 

Inventó el rock en la banda oriental, compuso canciones hermosas e incomprensibles, vendió en la calle entradas para shows que nunca haría y saqueó todos los botiquines de los baños de amigos. Murió triste, solitario y final; pero desde entonces su obra no para de crecer. Eduardo Mateo vivió una vida de bajo fondo y dejó una obra pequeña pero luminosa, con ascendiente sobre todos los cantautores orientales que lo sucedieron. Jaime Roos, Fernando Cabrera, el Príncipe, Jorge Drexler o Martín Buscaglia, son algunos de los artistas que abrevan en sus canciones.

Su madre Silvia limpiaba la casa del concertista Eduardo Fabiani; para algunos el intérprete y compositor de música clásica más importante de la historia del Uruguay. Para el resto de los mortales, el narigón que presta su soberbio perfil al billete de 100 pesos. Ella soñaba con que su hijo algún día tocara el violín y el piano en el teatro Solís como Don Fabiani, y en su honor lo bautizó Eduardo. Pero el niño vivió alejado de las partituras y las clases de solfeo: de chico fue murguista, luego bossanovista, y cuando la ola británica invadió el continente, devino rockero.

Junto con los hermanos Fattoruso y el Negro Rada creó, literalmente, el rock en Uruguay. Pero a poco de andar puso a los Beatles patas para arriba, como los mapas de Torres García ponen el sur en el norte. Junto con Rada formaron El Kinto: melodías beat y ritmos afro en su dosis perfecta. Mucho antes que Carlos Santana, metieron tambores al rock con su «candombe-beat».

Los de El Kinto fueron también los primeros en animarse a cantar en español. Hoy por hoy el asunto puede parecernos una minucia, pero entonces fue un parteaguas; un pequeño paso para una banda, pero un gran salto para la historia del rock rioplatense. El Kinto duró del ‘67 al ’70, en donde Mateo desarrolló su estilo particular, con temazos como Esa Tristeza y Príncipe Azul.

 

Cuando el conjunto se disolvió, migró a Buenos Aires, donde, según la mitología, trabó amistad con Tanguito. En los estudios porteños de ION grabó Mateo solo Bien se lame. En el medio de la grabación de un tema, le avisó a su ingeniero que salía un minuto de la sala con un “ahora vuelvo” desde el micrófono. Ese día, sin avisarle a nadie, Mateo volvió a Montevideo y no volvió más. El disco saldría un año después, y marcaría a fuego una generación de músicos.

En esos años fue cuando se reveló su personalidad en toda su dimensión: sus conversaciones imposibles de seguir, sus humores pendulares. Iba de un momento a otro de la melancolía profunda a la euforia creativa. Su comportamiento era impredecible, como aquella vez que en el medio de un toque anunció un solo de guitarra: apoyó la guitarra en una silla sobre el escenario y se retiró de la escena para no volver. O como cuando en uno de sus últimos recitales, en un festival en la playa de Pocitos auspiciado por Coca Cola, realizó un brindis por Pepsi. Los psicoactivos nunca ayudaron: comenzó con las anfetaminas, que reemplazaba con jarabe para la tos si la pasta no alcanzaba.

En 1973 los militares se hicieron del poder en Uruguay y Mateo emprendió la época más oscura y lumpen de su breve vida. Con casi todos sus amigos y colegas exiliados, se refugió algunos años de la persecución política y sus propios fantasmas en el espiritualismo hindú de la mano del Gurú Maharaji. El Mateo yogui coincide con el disco Mateo y Trasante.

Pero lo bueno siempre duró poco en la vida de Mateo: de pensión a pensión por falta de pago, terminó vagabundeando por el centro de Montevideo, divagando consigo mismo, muchas veces en pijama. Entraba y salía de los calabozos por falsificar recetas médicas. La mayoría de los conocidos que quedaban en la ciudad cruzaban de vereda al verlo venir. A los que no lo reconocían los encaraba: “Hola, ¿no me conocés? Soy Eduardo Mateo. Seguramente escuchaste más de una vez un tema mío. No te estoy pidiendo limosna. Te pido que me pagues una parte de mis derechos de autor. Es que nunca me los pagaron”.

Los samaritanos que lo invitaban a su casa a cenar se encontraban después con los botiquines saqueados. Como aquella vez que el pianista Raúl Medina lo invitó a cenar a la casa de sus padres. Sentados en la mesa, Mateo, muy correcto y formal, le pidió a los dueños de casa pasar al baño. Después de un largo rato volvió con el pelo mojado, de punta en blanco, recién bañadito. Al ver las caras de reproche de sus anfitriones les contestó “¿No me dijeron que podía pasar al baño?”.

En el ‘84 tocó fondo y terminó en un psiquiátrico. A la salida consiguió un techo: el camarín del Teatro de la Candela, en donde tocaba algunas noches, y el resto las pernoctaba. Allí compuso las canciones de su mayor disco, Cuerpo y Alma. Murió el 16 de mayo de 1990 por un cáncer de estómago, que le habían descubierto dos semanas antes.

Eduardo Mateo nunca tocó en el Solís como lo había soñado su madre. Probablemente de grande haya dormido debajo de su puerta. Pero su música sí llegó a la legendaria sala: en febrero de 2015 la Filarmónica de Montevideo realizó un concierto interpretando su repertorio. Quizás en un par de décadas terminen también sus bigotes impresos en algún billete.


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