Por Tomás Pont Verges – @pontomaspont

Nota del editor: A propósito de la publicación navideña de su compilado Hombre mío, the master of swing guitar, hemos querido rendir homenaje al músico argentino Oscar Alemán, recuperando un texto originalmente publicado en el sitio de nuestros hermanos de NTD.la, el cual nos sirve perfectamente para presentar a este personaje, joya de la cultura de nuestro continente, cuya historia merece ser revisada una y otra vez. 

El único artista argentino que figura en todas las enciclopedias internacionales de jazz nació en el impenetrable chaqueño y tuvo una vida digna de una novela rusa. Histriónico y con un swing inimitable, fue un ídolo de multitudes en una época gloriosa de la música local. Músico autodidacta, dominó casi todos los estilos de su época: tango, folklore, bolero, y hasta chorinho brasilero. Admirado por los más grandes de su época como Duke Ellington, Horacio Salgán y Django Reinghardt, su vida atribulada supera cualquier tipo de ficción.

Oscar nació en 1909 en el Chaco profundo, en la localidad Machagai, tierra de campos de algodón y bosques de quebracho. Fue el cuarto de los siete hijos de la familia Alemán Moreira. Su padre, Jorge, era hijo de españoles. Su madre Marcela era del pueblo Qom, y de ella heredó su tez negra. Jorge y Marcela mantenían a sus hijos recolectando algodón y hachando en el monte. Ambos despuntaban el vicio de la música. Ella sentada al piano y él recitando payadas.

En busca de un ingreso extra, su padre decidió formar con su prole un conjunto folklórico. Lo llamaron el Sexteto Moreira. Como una suerte de Jackson Five autóctonos, el primogénito Rodolfo acompañaba a su padre en la guitarra. Carlos y Jorgelina cantaban, y Juana y Oscarcito bailaban. Los niños eran dúctiles y divertían al público, de manera que el clan se vino a Buenos Aires en busca de un futuro promisorio.

A su llegada a la capital, Los Moreira tuvieron algunas presentaciones auspiciosas. Pero cuando la espuma bajó, el hambre volvió a apretar. Al poco tiempo Rodolfo murió de tuberculosis. Cercado, su padre conoció a un fulano apellidado Figueroa que le aseguró que en Brasil serían un éxito. Armó las valijas y partió con cuatro de sus hijos y la promesa de que, si las cosas iban bien, más tarde viajaría el resto de la familia.

Pero el plan no pudo salir peor. Lo poco que recaudaron en la gira se los robó el fulano Figueroa. La madre de Oscar murió en Buenos Aires, y los hijos que habían quedado a su cargo fueron entregados por el dueño del conventillo a un orfelinato. Al enterarse, su padre se tiró del puente de un tranvía. Los hermanos que lo acompañaban se dispersaron por todo el Brasil. Oscar, con doce años, quedó viviendo como un niño de la calle en el puerto de Santos.

Oscar se dedicó a sobrevivir: juntaba chapitas, abría la puerta de los taxis y bailaba malambo por monedas. Menudito, pero dotado con una destreza física extraordinaria, aprendió a boxear en peleas callejeras por la propina de los apostadores. Puchito a puchito, juntó para comprarse su objeto preciado, un cavaquinho. Aprendió a tocarlo a ojo, imitando las posturas de los dedos de los músicos callejeros, hasta arrancarle sonidos. Con un solo tema a cuestas, comenzó a recorrer las mesa de los bares y a pasar la gorra. Cuatro décadas más tarde, ya consagrado, grabará esa pieza, que tituló O.A.1926.

En una de esas mesas en las que repetía la melodía, conoció a quién le cambiaría la vida: el guitarrista Gastón Bueno Lobo. Era 1924 y Oscar tenía quince años. Bueno Lobo lo adoptó como aprendiz y ofició en los hechos como padre sustituto. Con él aprendió el dominio de la guitarra, y entre otras yerbas a leer y sumar. Juntos formaron el dúo “Les Loupes”. Se presentaban como “guitarristas hawaianos” y disfrutaron de un éxito relativo que los llevó a recorrer Brasil y recalar, para 1926, en Buenos Aires donde se establecieron durante dos años.

Serán los años más tangueros del chaqueño, cuando se inicia su larga amistad con Discepolín. En ese entonces compone el tango Guitarra que llora. Lleva la letra del enorme Enrique Cadícamo, y la voz de Don Agustín Magaldi, el hombre que enamoraría a una precoz Eva Duarte.

El poeta le escribe a la guitarra del joven Alemán, diciéndole “Tenés en la garganta un zorzal / que torturás, al desgranar tu dolor”, y luego afirma, proféticamente “Anunciás, yo no sé / qué presagio de traición / cuando da tu fatal vibración”.

El verso cobraría sentido un lustro más tarde. Antes, Bueno Lobo y Alemán deberían embarcar hacia Europa, unidos a la compañía del bailarín de tap de Harry Flemming. Para 1932, establecidos en España, la mishiadura lo atacó de nuevo. Sin pan y sin trabajo, Bueno Lobo se enteró que en París Josephine Baker estaba buscando un guitarrista para su orquesta. Ella era la estrella máxima del momento, con un Music Hall que reventaba todas las salas. Lobo dejó entonces a Oscar en Madrid y viajó en secreto a la Ciudad Luz.

Durante la audición, La Baker se interesó por el guitarrista. Tenía buenas referencias de Les Loupes y el brasilero era sin dudas un buen interprete. Sin embargo, sus músicos le soplaron que el verdadero talento era su acompañante. La diva lo despachó gentilmente y llamó a traer a ese negrito que todos sus músicos admiraban. Superado por su discípulo, Bueno Lobo se sintió humillado y volvió a su tierra. Poco tiempo después, sumido en un profunda depresión, se mató. Cuarenta años más tarde en una entrevista a la revista Siete Días, Alemán confesaría que su maestro “cuando supo que yo estaba contratado por Josefina Baker, se suicidó en Brasil, en una plaza”. Para el guitarrista “su muerte y la de mi padre fueron los dos golpes más fuertes de mi vida”.

Unido a los Baker Boys, viviría una década de fama y locura. Recorrió varias veces Europa, África y América, dirigiendo la banda de la Venus del Ébano, la artista por esos tiempos más famosa, deseada y controvertida del mundo. L’enfant terrible, como lo apodó la estrella, era un puntal de la obra: cantaba, bailaba, tocaba el pandeiro, las maracas, cualquier tipo de guitarra y el contrabajo. Además se le animaba a la comedia, imitando a la estrella durante un acto. Durante una visita a París, Duke Ellington quedó maravillado con la destreza del chaqueño. Al final del show, el Duque se acercó a ofrecerle el puesto de guitarrista solista de su Cotton Club Orchestra. El arreglo no pudo prosperar pese al entusiasmo de Alemán, por el empaco de la diva, que se negó a entregar al factotum de su compañía. Algunos sostienen que Alemán y Josephine tuvieron un romance secreto, y usan de prueba de ello la balada Hombre Mío, que ella compuso para su guitarrista preferido.

En sus ratos libres, Alemán disfrutaba de la bohemia de un París que era una fiesta. En jam sessions en el mítico Hot Club tocó con Henry Salvador, Billie Coleman y Louis Armstrong, entre otros. Allí se hará amigo del genio máximo de la guitarra en el jazz, Django Reinhardt, con quien solía zapar durante largas horas dentro del carromato gitano donde vivía el belga.

Pero el romance de Oscar Alemán con París terminaría de golpe porrazo, con caída de la ciudad en manos de los nazis. Aunque el guitarrista se anotó como voluntario para combatir en el frente nunca llegó a ser alistado. Atacado por una patota de las SS que lo molió a golpes, fue expulsado del país, sin chance de llevarse sus ahorros y pertenencias.

Volvió a Buenos Aires un 24 de diciembre de 1940, con 84 pesos en el bolsillo, dos guitarras Selmer y su querido cavaquinho. En su país seguía siendo un completo desconocido. Formó entonces su primer quinteto, en sociedad con el notable violinista chileno Hernán Oliva. Juntos, se harían rápido un lugar en la muy competitiva escena porteña de los ‘40, monopolizada por las grandes orquestas de tango como las de Troilo, Pugliese o Maffia. La sociedad con Oliva fue efectiva, pero efímera. Se quebraría luego que el violinista se trenzara, arriba del escenario, a los golpes con el magnate griego Aristóteles Onassis, para quien estaban tocando en el casino de Punta del Este en su fiesta de cumpleaños.

Alemán se convirtió en una de las primeras figuras de la legendaria noche porteña de los años cuarenta. Una noche que no terminaba nunca y se recorría por Corrientes, Lavalle y Florida.

La farra comenzaba a la tarde con sus shows radiales en Radio El Mundo, continuaba a la noche en la confitería Richmond, y la boite Gong de medianoche a las cuatro. Después, una zapada etílica hasta cualquier hora en el cabaret El Marabú, que quedaba justo arriba de su casa, en Maipú 326. Durante los fines de semana, la maratón de recitales de los bailes populares, en clubes como Lanús, San Lorenzo o Chacarita, donde podían reunirse en cada evento más de diez mil personas. En esas ocasiones Alemán relucía todos sus yeites de showman, aprendidos de sus días de París, como el célebre solo guitarra de espaldas. En esos años editó sucesos como su versión de Bésame Mucho, que vendió un millón de copias.

A partir de mitad de los cincuenta la buena estrella del genio de las cuerdas comenzó a eclipsarse. La televisión, y sobre todo el naciente rock and roll -del cual Alemán abjuró- lo abandonaron a la indiferencia general. Otra vez en la lona, sin contrataciones a la vista, se entregó a la bebida. Pasó una década en el olvido. Años duros, en los que según su palabras “pasó varias navidades a mate y pan”.

Como un ave fénix, su figura renació. Y lo hizo de nuevo como en cada uno de esos giros extraños que daba su vida, de manera insólita.

Era el año 1968 y Duke Ellington visitaba Buenos Aires. Con media ciudad pendiente de su visita, se presentó en el Gran Rex durante una semana, con tres funciones por día. Al llegar a Ezeiza, Ellington increpó malhumorado a la comitiva preguntando dónde estaba su great friend Óscar. Nadie sabía de qué hablaba el ídolo hasta que su saxofonista Paul Gonsalves explicó que el Duque había pedido que la primera persona en ver al llegar fuera su admirado Óscar Alemán. Los productores salieron corriendo a buscarlo, sin saber qué era de su vida. Lo encontraron en bata en su departamento de la calle Maipú, dando clases particulares de guitarra a niños. Durante la recepción de la embajada a Ellington, Alemán tocó con su cavaquinho unos temas en su honor. Los invitados, pendientes del astro estadounidense no detuvieron la tertulia. Hasta que Ellington, indignado, los cayó a todos a los gritos, exclamando ante Aleman !This cat really has roots!

Todas las miradas se posaron nuevamente en el joya perdida del jazz argentino. Los diarios y revistas corrieron a entrevistarlo. Y él los esperó con su historia abierta de par en par. Durante algunos años volvió a los escenarios y hasta editar discos. Transformado en un artista de culto tocó hasta que el hígado le aguantó: murió en el Sanatorio Anchorena de cirrosis, en 1980.

Alemán fue al jazz argentino, lo que Gardel al tango. Un artista auténticamente popular y masivo, reconocido por los popes mundiales de su época. Un fuera de serie sobre las cuerdas, que hizo una música cosmopolita, pionera en la fusión de géneros sudamericanos con el jazz. Un sonido que no fue el resultado de una búsqueda consciente, sino del extraordinario periplo de su vida.


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