Por José Gandour @gandour

Mis amigos más cercanos lo saben. Nací en Tegucigalpa, Honduras y a los siete años, junto con  mis hermanos, nos trasladamos a Colombia, lugar del cual era originario el segundo marido de mi madre. Soy, por el lado paterno, nieto de un árabe nacido en Iaffo en tiempos del dominio otomano de Palestina, casado con una mujer de orígenes ibéricos. Por el lado materno, mis abuelos eran lituanos, procedentes de la ciudad de Vilna, urbe báltica con una amplia y próspera comunidad judia, diezmada por el holocausto nazi. A los dieciocho años crucé el océano Atlantico, para vivir un año en Israel y luego estudiar mi carrera de Ciencias Políticas en Madrid. Durante ese tiempo vi la última gran llegada de los judíos etiopes huyendo de la hambruna y viajando en los aviones Hércules a las bases militares israelíes, para ser prontamente rechazados por los extremistas rabinos ortodoxos, quienes los consideraban incompletos en su religiosidad y poco dignos de vivir en tierra santa. También vi la cara de ciertos españoles mirando con desdeño a los latinoamericanos que transitaban por la Gran Vía, y sentí a más de uno, de manera solapada, soltando el epíteto «sudaca» en mi presencia, para luego, de forma poco creíble, decir que el insulto no era para mí, que hablaban de aquellos que hacían comercio ambulante y callejero o tenían la piel más oscura de lo que ellos estaban acostumbrados a ver en su vida cotidiana.

Recuerdo a una compañera de la universidad preguntándome qué iba a hacer en verano, si me iba a «mis tierras», siempre recordándome con esa frase la presentación de La Familia Ingalls e imaginando una escena rupestre en el encuentro con mis amigos de colegio. Yo, en plan irónico, le respondí entonces que me iba de safari fotográfico al África. Entonces ella me preguntó si no creía que esa travesía era peligrosa y a continuación, para ser más ofensivamente específica, si no le tenía miedo a los negros. Era tan estúpida, pero a su vez tan ingenua su observación, que, en lugar de regañarla, le dije que no sentía temor, ya que uno de mis familiares era Nelson Mandela, añadiendo que el prontamente mandatario sudafricano tenía cómo segundo apellido Pordominsky, como mi madre. Si, mi compañera se lo creyó.

Vivo en Colombia, uno de los países de mayor desplazamiento interno en la historia reciente de la humanidad, por causa de la violencia política. Desde los años cuarenta hasta la actualidad, se calcula en millones la cantidad de personas que se han visto obligadas a salir de su entorno para evitar ser masacradas por los actores del conflicto armado. Bogotá hace setenta años tenía aproximadamente trecientos mil habitantes. Hoy tiene entre ocho y nueve millones de personas, muchísimas de ellas primera, segunda o tercera generación de inmigrantes. Esta es una ciudad que, solamente contando desde 1973, momento en que mi familia llegó a vivir acá, hasta el instante actual, ha tenido una impresionante, caótica, impactante y, hay que decirlo, emocionante evolución, pasando de ser una población bastante conservadora, gris en sus maneras, arribista en sus costumbres, a convertirse en una metrópoli que es, si, por muchos momentos insoportable, pero con una vida cultural en constante crecimiento, hervidero de nuevos movimientos artísticos, punto de encuentro de muchos proyectos sociales y económicos, y, afortunadamente, mucho más progresista  que hace medio siglo. Si, todo eso, estoy seguro, gracias, en gran parte, a la inmigración recibida durante todo este tiempo.

Igual, parece que algunos no han aprendido la lección y miran por encima del hombro, y con mucho desprecio, a la nueva oleada de expatriados. Los colombianos (asi como los chilenos, peruanos y ecuatorianos), estábamos acostumbrados a ser nosotros los visitantes de tierras extrañas. Éramos los que cargábamos con el sambenito de los extranjeros, los que recibíamos las miradas de sospecha, los que rápidamente entrábamos en la lista de posibles narcotraficantes, ladrones, violadores, «bad hombres». Era a nosotros, cuando viajábamos, a quienes acusaban de robarnos sus empleos, seducir a sus hijas, estafar a sus abuelas, descreer de sus dioses. Pero ahora llegó el tiempo del desquite con la crisis venezolana. Ahora, cada tonto que comparte la calle con nosotros se cree superior frente a los recién llegados, acudiendo a unos abolengos que nunca existieron.

Si, hay que decirlo: el fenómeno de migración venezolana es desbordante y, seguramente, entre toda la masa que llega a nuestras fronteras, existe más de un malandro. Seguro. Además nuestros países no estaban preparados para este desmadre. Esto es la consecuencia de un claro fracaso de un modelo, la torpeza y desidia de un sátrapa en el poder y la desgraciada incoherencia de la mayoría de los líderes opositores que parecen más interesados en vivir del conflicto que de hallar verdaderas soluciones. Ya hemos escuchado los testimonios de cómo vivía gran parte de los que salieron de allá antes de tomar la decisión de huir. En casi su totalidad, los millones de venezolanos que ha salido de su país en los últimos tiempos lo ha hecho de manera obligada, como último recurso, llevando la nostalgia en su corazón, y están dispuestos a soportar el odio de los más imbéciles con tal de lograr sobrevivir y tener unas condiciones dignas de trabajo y vivienda. Les pregunto (y pónganse su mano en el pecho), ¿no han escuchado ese mismo discuso antes en las bocas de alguno de sus familiares?, ¿entre aquellos que se fueron a Estados Unidos, Europa, o entre aquellos que llegaron a sus hogares antes que ustedes? 

¿Por qué estamos hablando de eso si Zonagirante.com es un medio de periodismo principalmente cultural? Durante nuestros veinte años de historia en línea, hemos reportado una gran cantidad de buenos momentos de la música venezolana, la que antes vimos que crecía en Caracas y sus alrededores y la que ahora se expande por todo el continente, con su excepcional frescura y su timbre particular. Ellos tuvieron, en su momento, buena parte de las mejores orquestas tropicales del continente, períodos excepcionales de expresión Ska, y muestras increíbles de rock, pop y música electrónica. A partir de ahí, y desde el momento que los tenemos entre nosotros, estoy seguro que pronto veremos mezclas sonoras sorprendentes creadas en conjunto entre los locales y los nuevos inmigrantes, generando nuevos rumbos artísticos, así como los vimos, a lo largo de toda la historia. Por suerte, la humanidad, su conocimiento y sus sentimientos, siempre estuvieron en movimiento. Así lo veremos, con seguros traspiés y altibajos, en todos los procesos sociales que viviremos en conjunto en los próximos años.

Recuerde, amigo, aunque le incomode: Todos somos inmigrantes, o descendientes en primera, segunda, tercera o enésima generación. Así que, a la hora de sentir animadversión frente al extranjero, cállese y piense por un instante que esa fue, igual, la suerte de alguien cercano a usted en algún segundo de su vida. Usted, como ellos, es humano, y ningún humano debería ser ilegal ni rechazado, esté donde esté.

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