Por José Gandour @gandour

Vivo en un país donde toda la vida he escuchado la frase “Aquí pasa de todo y no pasa nada”. Es un país donde es de mala educación chistar, protestar, alzar la voz, criticar los hechos sin antes disculparse. Donde si uno es maltratado en cualquier servicio público y hay reclamo por dicho comportamiento, inmediatamente se nos califica de patanes, desagradecidos, vulgares. Y a eso se suma que, si lo que objetamos, tiene un contenido aparentemente político, habrá quien nos despreciará, con voz autoritaria, tachándonos de mamertos, zurdos de mierda, subversivos, enemigos de la concordia, revoltosos, primos segundos del diablo y otras tonterías. Seguimos, en muchos comportamientos cotidianos, rigiéndonos con las reglas impuestas por la más conservadora de nuestras tías, aquella que carga siempre el rosario en sus manos y tiene eterna mirada inquisidora. Este es el país donde a veces es mejor aparentar buenas costumbres de siglos pasados antes que tomarnos en serio la realidad de hoy.

Claro, este es un país de historia violenta, y de la peor clase. Hemos vivido las peores masacres promovidas por cada uno de los extremos, y en las cuales la vida ha tenido el precio más bajo del mercado mundial. Aquí hemos vivido episodios de guerrilleros bombardeando iglesias en las cuales se ha refugiado la población civil de una aldea, y, a la vez, también hemos recibido las peores noticias de paramilitares jugando con las cabezas de sus víctimas en las plazas de los pueblos. Hemos sumado la mayor cantidad de desplazados internos que casi cualquier otra nación del planeta puede nombrar en su historia, y acumulamos más de ocho millones de víctimas de un conflicto de setenta años que  muchos de aquellos que siguen insistiendo en las viejas buenas maneras continúan negando. Si, Colombia es un país con una cortina muy gruesa al frente, que intenta tapar todos sus pecados, porque no nos queda bien reconocer nuestros errores, por aquello del qué dirán. 

Las nuevas generaciones han decidido no heredar esta pesada carga de falsos remilgos, disfraces morales que no calzan con sus cuerpos, vergüenzas pasadas que no les pertenecen. La guerra, si, esa maldita palabra, no la quieren seguir incorporando a su lenguaje. Por eso se horrorizan sin complejos con los menores muertos en un bombardeo oficial, o con los índices de hambre de algunas de las regiones más desprotegidas por el Estado. Muchos de estos jóvenes se avergüenzan de nosotros porque dejamos pasar una y otra vez, miles de veces, la oportunidad de poder imaginarnos algo mejor. Dentro de sus lamentos también incluyen la zozobra que les causa que hablemos de todo esto en voz baja, porque no queremos que nadie nos escuche criticando lo establecido. Con toda la razón, sienten pena por nosotros. 

Estas nuevas generaciones quieren marchar en paz. Y si, a más de uno le sonará muy hippie lo que voy a decir, pero ellos y ellas lo quieren hacer cantando, bailando, mostrando la cara al viento y sin pedirle permiso a nadie. Además, después de lo que hicimos, no somos quién para exigirles tal o cual actitud, cuando nosotros no nos salvamos por nuestra cuenta.

En este paro del 21 de noviembre participan muchas personas de casi todos los lugares del espectro político de esta nación. Entre ellos, muchos individuos que hace un tiempo reciente no se hubieran imaginado unirse a este tipo de actividades. Personas que no quieren sentir miedo de expresar de manera genuina cómo les duele Colombia. Tienen todo el derecho a salir a las calles y decirlo. Ojalá todo mañana transcurra con alegría, con esperanza, con libertad. Ojalá todos logremos mañana marchar en paz. 

Compartir
HTML Snippets Powered By : XYZScripts.com