rabinovichPor José Gandour @gandour

Dedicado, entre otros, a mi amigo Herman Dermer

Quizás el Colegio Colombo Hebreo era un espacio demasiado particular. Al menos mi combo de amigos lo era. Algunas de nuestras discusiones se daban sobre los temas normales de la edad: Las chicas que nunca conquistábamos, el fútbol, la próxima película en el cine y la última invención del mentiroso de la clase. Pero otro tema nos atrapaba, demostrando que éramos unos nerds irremediables: Les Luthiers.

Era finales de los años setenta, principio de los ochenta y eran los tiempos del betamax, del cassette y de uno que otro acetato. Escuchamos hasta el cansancio los discos Mastropiero que nunca y luego Les Luthiers hacen muchas gracias de nada. Sabiamos de memoría cada estrofa de la Cantata del Adelantado Don Rodrigo Diaz de Carreras, sketch donde Colombia se transforma en Rodrigombia y sonaban uno tras otro todos los ritmos autóctonos de América Latina, mientras el conquistador protagonista de la historia caía en todas las trampas de la región. Otro inolvidable segmento era La tanda, montaje simulador del espacio publicitario de cualquier programa vespertino, donde se vendían pretenciosos relojes suizos con el segundero en forma de gusanillo o para promocionar suciedad para cerdos Porca Miseria, se remataba con la frase «Chancho limpio nunca engorda».

No sólo era cuestion de humor, tambien de fina música y brillante creación de instrumentos. El primero fue  el bass-pipe a vara, construido con tubos de cartón encontrados en la basura y elementos caseros. En el listado siguiente se incluyeron luego: Un violín con una lata de jamón como caja de resonancia. Un linodoro, es decir, un tabla de inodoro a la que se le adosó un clavijero de mandolina, un puente con microafinadores y ocho cuerdas de metal que abarcan una extensión de una octava. Un narguilófono,  una flauta dulce insertada en un narguile. Una marimba de cocos, un campanófono a martillo, un Cellato (parodia al violoncello, construido sobre la base de una lata de líquido limpiador). Y muchísimos más, que cuando aparecían en escena, no solo nos hacían reír si no que de inmediato nos producían toda la curiosidad del mundo, tratando de entender cómo funcionaban.

Ir a un show de Les Luthiers era acto obligado entre compañeros en aquellos tiempos. Por suerte solían venir con frecuencia a Colombia y se presentaban en el Teatro Colón y otros auditorios. Les Luthiers se establecía en Bogotá durante varias semanas y por cuestión de amistades, solían pasar algunas tardes en el club judío de la ciudad, que quedaba al lado del colegio. Nos escapábamos de clase para poder entrar a escondidas a las instalaciones del club y asi ver cómo podíamos saludarlos. Igual no teníamos mucho que decirles, salvo repetir algunas de sus mejores líneas y sonreir estúpidamente con su aprobación. Ellos eran gentiles en el trato, pero me imagino que lidiar con adolescentes no era su plan favorito para sus tardes de descanso.

Siempre Daniel Rabinovich fue mi favorito.  Yo adoraba su papel constante como el desacoplado del grupo, el que siempre desvariaba la línea a seguir y el que daba la vuelta al chiste inesperado. Aprendí el poco alemán que sé a partir de las frases que pronunciaba durante el recuerdo de su perro en El poeta y el eco, y aprecié la poca zarzuela que me gusta por su personaje Fernando, en Las Majas del Bergantín.

Algunos dirán que el humor de Les Luthiers es para gente pretenciosa por sus constantes referencias de distintas culturas. Creo que, al contrario, más de uno debió conocer algo de música clásica, jazz o chamamé a través de las obras de estos argentinos y su amplio universo. Siempre usaron el esmoquin como uniforme de trabajo, pero nunca se separaron de los gustos populares. Su show especial en el festival folclórico de Cosquín es prueba fehaciente de ello. Al fín y al cabo hasta el mismo Rabinovich lo confirmó en una entrevista televisiva: su aspiración original era ser parte de Los Charchaleros.

Rabinovich, según confirman sus compañeros, venía con fallos del corazón hace un tiempo. Por ello la última gira de Les Luthiers, en actual desarrollo, reemplazó su presencia con dos músicos invitados. Rabinovich oficialmente no se había retirado, algún día esperaba regresar, pero un infarto final acabó con sus planes.

Cuando, al menos virtualmente, me reúno, con mis compañeros de colegio, no es extraño que salga dentro de nuestros diálogos un chiste de Les Luthiers. Suena a cuento de viejos, pero está claro que estos artistas argentinos supieron ayudarnos a construir una memoria colectiva entre nosotros. Mis amigos de entonces me hicieron compañía riéndose de cómo la gallina hizo Eureka o cómo son (y eran) los jóvenes de hoy en día. Gracias a Les Luthiers, no me extrañaría que alguno de nosotros, en su lápida, advirtiera, a la manera de La Tanda, que de cada 10 familiares que irán a llorarnos, 5, definitivamente, seguirán siendo la mitad. Al menos somos así ahora recordando al mismísimo Daniel Rabinovich.

 

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