rivas4Por Santiago Rivas @Rivas_Santiago

Foto de Oscar Perfer.

Lo primero que debo decir sobre Rock al Parque, una semana después de su final, es que la música es un bálsamo infalible, y en su presencia no existen discusiones válidas…en principio. Por supuesto todos salimos extenuados y felices del parque, porque así nos encontremos con shows que no nos cautivan o ni siquiera nos interesaban en un principio, encontrarse con una serie de conciertos en los que artistas colombianos y extranjeros se presentan frente a decenas de miles de personas eufóricas es una experiencia emocional capaz de avasallar cualquier lógica y aplastar cualquier discusión.

Es más, esa experiencia, esas sensaciones, la manera en que sabemos rendirnos ante el poder de la música, son las razones por las cuales se sigue haciendo el festival, a pesar de todo. Yo soy el primero en caer, porque no se necesita ser Papá Jaramillo para sentir toda la empatía del mundo cuando un grupo de personas que poco o nada tiene en su vida, salvo el rock, se para en una tarima a darlo todo de sí. Ningún músico es tacaño en Rock al Parque. Pero ese no es el punto.

Es más, creo que es gracias a su contenido emocional y su naturaleza como un rito de catarsis anual, que el festival tiene que hacerse, con la plata que haya, año tras año. El lado oscuro de esa noción es precisamente la inercia sobre la que he escrito hasta el cansancio. A veces se nos acusa a quienes criticamos el festival de ser “enemigos” del mismo, pero eso es solo un reflejo de oficio, pues el festival, a final de cuentas, está hecho por personas que dedican su vida a la política, no importa si es la rama del Distrito que se dedica a velar por las manifestaciones culturales, pues ellos también necesitan convertirse en una maquinaria rentable y todo lo que pueda sonar como a “oposición” se debe calificar de inmediato como antagonismo.

Es necesario entonces que vuelva sobre lo mismo: de ninguna manera somos enemigos quienes vamos los tres días al parque, buscando hablar sobre lo que nos gusta y también sobre lo que no nos gusta, porque somos los primeros en dar la pelea para que Rock al Parque mejore y se convierta en todo lo que podría ser. Enemigos del festival son sus propios errores, como cuando es tan poca la información que la gente acaba por creer que la curaduría es la misma que diseña los senderos, pone los parlantes y maneja las consolas. Enemigos del festival son los que escatiman en pantallas y baños públicos, o los que diseñan una zona de prensa en la que no hay ni un pinche enchufe para cargar aparatos.

Si algo, la gran enemiga del festival es la inercia; la falta de cariño con la que se hacen ciertas cosas, y que empaña todo lo bonito que existe en ese fin de semana, que para nosotros es una cita ineludible. Esa inercia es la que impide que el festival se mire a sí mismo y aprenda de sus errores, o sepa diseñar los parámetros sobre los cuales se ha de medir, para mejorar cada año a pesar de las dificultades, que no van a faltar. Si Rock al Parque no tiene un rumbo definido, ni un crecimiento sostenible, es porque no se sabe bien para qué sirve, ni se entiende como parte de un circuito, un sistema en el que nos movemos todos los interesados en la música.

Rock al Parque tiene varios cerebros desperdiciados en solucionar problemas temporales específicos (seguridad y número de asistentes, por ejemplo), cuando podría aprovechar el talento y la inteligencia de quienes lo diseñan, para trazar unos objetivos a largo plazo y conocer su propia función en la vida de la ciudad. Pero eso no se hace, porque a nadie le importa tanto como para dedicarle más energía de la que ya cuesta sacar adelante ese evento gigantesco. Tal vez, solo tal vez, tampoco sería necesario que lo siguieran haciendo los políticos y los funcionarios del Distrito. De pronto la solución es convertirlo en una política pública (razón de ser de las instituciones), garantizar su gratuidad y tercerizar su realización, sin dejar de recibir los réditos políticos que vienen del festival; incluso aumentándolos, puesto que la calidad crecería y se mantendría. De algo nos tiene que servir nuestra tecnocracia populista, llena de cifras.

Por ejemplo, si se piensa en Rock al Parque como un festival que no debe competir con los festivales comerciales, y más bien debería ser el que abra la puerta a nuevos sonidos y propuestas, se traza una colaboración interesante entre lo público y lo privado: Rock al Parque puede convertirse en el festival encargado de traer, para bien de la escena local y nacional, los sonidos que en tres años estarán en los grandes festivales privados. Orbitando en torno a esa idea, se pueden seguir trayendo grupos viejos, que mantengan una propuesta fresca y un sonido vigente y no recaer en la necesidad de complacer a todo el mundo.

Si se piensa en Rock al Parque como un laboratorio de ideas para reducir las fronteras imaginarias que nos separan, los conflictos innecesarios que tienen lugar en la ciudad, esa idea guiaría el diseño de las actividades, las activaciones de marca, la manera en que la producción se diseña y el papel de la alcaldía y sus programas para la juventud, en la concepción de ese diseño. Rock al Parque sí puede ser un espacio para jugar a ejercitar y construir nuestras nociones sobre ciudadanía, no simplemente una valla gigantesca de propaganda distrital.

Si se piensa en Rock al Parque como una escuela para todos aquellos que estamos interesados en escribir, reportar y crear en torno a la música, se aprovecharía mejor la programación académica, en conjunto con la carpa Distrito Rock. Toda la experiencia de medios del festival se puede diseñar y conservar, alimentando al primer público cautivo, que siempre son los periodistas culturales. Pensar en las zonas de silencio, en los horarios de entrevistas, las dinámicas de acercamiento a los artistas, la dotación elemental de comodidad y las posibilidades de mejorar la manera en que los periodistas, muchos de ellos practicantes y novatos, hablan sobre música.

Pero como lo primero es revisar cómo fue el festival, parte por parte, para poder mejorar lo que falló y conservar lo que fue exitoso, esta es mi opinión sobre ciertos aspectos del festival:

Curaduría: Ante todo, inteligente. Una vez más debo declarar que tengo cercanía y afinidad con Chucky García, por lo cual me es más fácil estar de acuerdo con muchas de sus decisiones a la hora de elegir grupos. Este año el día del metal fue infinitamente menos interesante que el año pasado, y P.O.D. y Sum41 me parecieron opciones sumamente aburridas. Pero funcionan. Y gracias a esos aciertos, a la tarima alterna de la Media Torta el sábado y a la tarima de metal el lunes, la asistencia fue un éxito, que es finalmente la razón por la cual decidieron ponerlo al frente de la programación. Es más, gracias a esos grupos, y a otros con los que se llama a las mayorías, como Los Cafres, A.N.I.M.A.L., Los Pericos y Soziedad Alkohólika, se puede dar uno el gusto de ver propuestas más interesantes y menos conocidas, como Ilabash, Sierra Leone’s Refugee All Stars, Total Chaos, Atari Teenage Riot, Cápsula y The Coup, por nombrar solo algunas. Fue un festival con una paleta de sonidos muy interesante, y muy abierta, en el que de ninguna manera se le dio menos gusto a los más pesados o a los menos metaleros, de forma que la calificación debería ser alta. Hay cosas en el orden de la programación que no me cuadran, pero yo en esa medida soy optimista y creo que se trata más de un trazado, que de muchas agendas separadas.

Sonido: Mal, sobre todo porque supo quebrarse en el momento cumbre. Y porque esta es la edición 21 del festival, no la segunda o la tercera. Funcionó mal solamente al final, pero solo eso basta para que la impresión sea negativa.

Tarimas: en general, muy feas. Rock al Parque ha tenido unas tarimas preciosas, con pantallas enormes, no tan rodeadas de negro, y no tan invadidas por camarógrafos al servicio de Canal Capital. Es un asunto de gusto, no de plata.

Diseño de espacio: la producción se rajó con esos kilómetros de plástico blanco, que este año estuvieron especialmente invasivos. No sé si haya tiempo de pensarlo mejor, pero tiene que haber maneras más elegantes de demarcar los espacios del festival, sin que nos sintamos en una obra, o un campo de reclusión (idea firmemente acentuada por la falta de suficientes baños y el olor consecuencia de ello). Incluso sería mejor si nos sintiéramos en una película de Mad Max. Bueno, eso y las bolsitas amarradas en los palos. ¿Dónde quedaron las canecas? Gran acierto, eso sí, el juego de botarse resbalando en llantas por un plástico. No creo que exista una mejor cura para el desparche.

Zona de prensa: ya lo dije varias veces, que está muy mal tratar a los periodistas que no son de los medios aliados como si no fueran igual de importantes. No se necesita sino un espacio mejor aislado del sonido, con asientos y enchufes. Mal, sobre todo, porque ya lo ha habido en ediciones anteriores, de manera que sí se puede. Gran acierto las manillas, que agilizaron el tránsito por el parque y no nos obligaron a esperar el biiiip de la escarapela en cada salida o entrada.

Carpa Distrito Rock: Sigue siendo un gran lugar para visitar. Este año además tuvieron su espacio los amigos de La Valija de Fuego, que pusieron una mini librería y la gente les copió. Gran acierto.

Zona de comidas: La oferta estuvo menos interesante que en otros años, pero la organización ha mejorado mucho, y la iluminación también, de manera que aplausos para la zona de comida. Ojalá todos hayan logrado punto de equilibrio y ganancias suficientes.

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