Por José Gandour @gandour   Foto de Karin Richter @karinrichter

Comencemos con la curiosa historia que motiva la nota: Un personaje  que se presenta habitualmente como periodista, gestor cultural y músico, acaba de poner una acción de tutela contra el Instituto Distrital de las Artes (Idartes), ya que se considera discriminado por esta entidad, encargada desde hace varios años de organizar  el festival Rock al Parque. El personaje en cuestión, que dice estar hablando a nombre de una asociación de músicos independientes colombianos (aunque la verdad en su denuncia solo habla de él), acusa a Idartes de desplazarlo  ya que, según su opinión, los parámetros que usa el instituto para definir el Rock son demasiado abiertos e incluyen de manera equivocada todo tipo de fusión y reinterpretación contemporánea, perjudicando a los que practican el género en «su más pura esencia». El personaje, que ya lleva varios años intentando convencer a propios y extraños con su posición, y que no tiene ningún problema en tratar de ensuciar a todo aquel que lo contradiga, espera en esta ocasión que las instancias judiciales le den la razón y así trastocar la estructura del festival.

Imaginemos la escena: Un juez  entra a su despacho y se encuentra sobre su escritorio una acción de tutela que le pide (y lo obliga) a decidir qué es el Rock. Este juez, que vive en un país donde se creó la acción de tutela a partir de la Constitución de 1991 para eventos de suma importancia, relacionados con la salud, la educación, los derechos civiles y otros puntos vitales para la sociedad, debe decidir si Bomba Estéreo, Systema Solar o Chocquibtown (por poner ejemplos de artistas relacionados con la fusión de sonidos en Colombia) caben dentro de la programación de Rock al Parque o si su presencia perjudica a aquellos que dicen defender la pulcritud del rock clásico. Y todo esto se da ya que la propuesta musical del personaje denunciante nunca ha superado las convocatorias distritales del festival. En este punto, les dejamos a ustedes la escogencia del calificativo que podría describir esta situación.

Hay que ser conciente de una realidad relacionada con el desarrollo de la música contemporánea en Bogotá y seguramente este es, también, una situación que se puede observar en muchas ciudades de América Latina: Faltan esquemas de desarrollo de la música, el mercado se ha elitizado y los conciertos privados cada vez son más caros. La gran mayoría de las nuevas propuestas musicales residentes en la capital colombiana no encuentran la forma de ocupar las tarimas donde se les permita enfrentarse al público. Bogotá, designada como ciudad creativa de la música, una categoría que solo tienen otras cuatro urbes del mundo, está lejos de tener los espacios suficientes para ampliar su oferta cultural al nivel que exige dicha asignación.

Todo esto es cierto, pero  seamos claros:  Las cosas no van a mejorar  a través de la torpeza fascista que algunos desubicados quieren implementar.  Pedir que los entes jurídicos decidan cuáles son los límites de un género musical no sólo es una gran pérdida de tiempo sino que es pensar en términos de odio y rencor. Es absolutamente ridículo que pidamos en un país rico en matices sonoros y de una extensa tradición cultural no acercarse a la fusión sonora. Nadie está obligado a asumir estas posibilidades de mezcla, pero es absurdo negarle a estas propuestas la posibilidad  de integrarse a los eventos rockeros por acudir a instrumentos tradicionales. Ellos están sumando, no restando.

La queja, además, es absurda, cuando uno observa los cárteles  de los últimos años de Rock al Parque, donde abunda el metal, el rock n roll, el southern rock y el blues, y donde más del setenta por cientos de las bandas participantes se suscriben a estos estilos. ¿Dónde está la discriminación de género? Quizás, más bien, hay incapacidad de parte de unos artistas, de producir material satisfactorio para las selecciones que hace cada año el jurado del festival.

Este discurso de protesta se acerca peligrosamente a lo que proclaman algunos grupos  radicales que piden la expulsión de inmigrantes y la denigración de los «diferentes», siendo los propulsores de esas medidas tan mestizos como el resto de la gente que los rodea. Esto es  jugar a la posverdad para que cualquier cantidad de decepcionados ingenuos crea el discurso del mentiroso.  Este es el típico caso del oportunista que quiere que los demas se contagien de sus desgracias para agitar el mapa a su conveniencia.