Por Clara Sofía Arrieta @medeatica Foto de Simona Malaika @simonamalaika

Me presento: soy Clara Sofía Arrieta, adoro la música y disfruto particularmente de los conciertos. Vengo a Rock al Parque desde hace un buen rato, por ahí desde 1998. Estaba aún chiquita, era todo un trámite familiar lograr el permiso de mis papás para poder venir. Sin embargo, puedo reconocer en ese encuentro anual con el rock un importante aporte a la construcción de mi formación personal y por supuesto, de mi educación sentimental. Cada vez que he venido, al llegar al parque me emociona estar de vuelta, saber que la adolescente rockera, de labios morados, azules, plateados o fucsia, está intacta.

Este año, por cuenta de la invitación de mi amigo Santiago Rivas y de José Gandour, me doy a la tarea de transcribir en un teclado mis impresiones de lo que (me) suceda este fin de semana. Soy literata y actriz (valga como cuña publicitaria que me pueden ver en las pantallas del evento entre banda y banda pues se anuncia Pelucas y Rokanrol, película de Mario Duarte en la que actúo y que el 23 de agosto se estrena en las salas de cine), pero esta vez asisto como una mera espectadora que se viene a gozar un evento y a dar cuenta de ello.

Si bien mi historia con Rock al Parque ha sido larga, tengo que confesar que mi relación con el día de metal había sido nula hasta el día de ayer. Tengo que admitir que nunca había asistido y no porque no me guste el metal, sino porque en realidad desconozco el género. Así que como punto de partida para este texto me declaro completamente ignorante.

Mi primer día de metal. Así no lo crean, estaba nerviosa. Muy nerviosa. Emocionada como cualquiera de las adolescentes que bien con permiso de sus padres o sin él, están pisando por primera vez en sus vidas el Parque Simón Bolívar para hacer parte del festivo rockero de Bogotá. La travesía musical inicia con esa consabida requisa que más que requisa es un extraño toqueteo lésbico a plena luz del día y en frente de muchos. Posteriormente, viene la esculcada de cada objeto de mi morral. Todo. Todo pal piso: gafas, bloqueador, cuaderno, agua, esferos, galletas, bufanda, billetera, pastilla por si hay dolor de cabeza o cólico, delineador negro, tapones para los oídos y hasta fue necesario destapar el colorete de hoy para corroborar que su tono vinotinto oscuro no fuera una amenaza para el correcto fluir del evento. Listo. Todo de vuelta en la maleta y me agarro de la mano de mi acompañante maravilloso que si bien ha hecho parte de cuanto festival ustedes se imaginen, se está estrenando en Rock al Parque. Les hablo de Uriel Dorfman importante ingeniero de sonido argentino que ha trabajado con Cerati, Soda Stereo, Fabulosos Cadillacs, Andrés Calamaro, Calle 13 y un elegantísimo etcétera. Pero en su tierna adolescencia, Uriel le entraba duro al metal. Me contó orgulloso que tenía el pelo hasta la cintura y que la batía al ritmo de Megadeath, Pantera, Ozzy Osbourne y Rage Against the Machine.  

Me agarro fuerte de su mano para no perderme en ese laberinto de polisombra que desemboca en el reino de Satán. Mientras caminamos, uno de los señores de logística nos dijo algo que no entendí y pensé era alguna advertencia de comportamiento, y sí, lo era, pero al mejor estilo del averno. Repitió: “A poguear como se debe, muchachos”. Obedientes seguimos el camino que nos condujo a Masacre. Mi cuerpo todo retumbaba al ritmo de esa voz gutural que inundaba el Escenario Plaza. Todo el negro posible, los taches, las botas, la tinta de los tatuajes, los piercings y el cuero de arriba hacia abajo siguiendo el movimiento de las melenas.

Entramos a la sala de prensa y me di cuenta que sería insolente de mi parte pretender entrevistar a alguno de los músicos teniendo en cuenta mi absoluto desconocimiento. Y si éste era un ejercicio inmersivo, ¡pues pa’ fuera a sumergirse! Vi a Suffocation, Implosion Brain, Dark Tranquility y Dark Funeral. Lo que más me impresionó fue el efecto del sonido en mi cuerpo, sentía cómo todo en mí rebotaba, tenía un rugido atragantado. Probablemente, de haber podido oír a mi acompañante erudito, algo les podría comentar. Me explicaba asuntos de guitarras eléctricas de siete cuerdas, dobles bombos y afinaciones bajas.

En un momento salimos a comer algo y en mi afán por entender le hablé a una chica de rastas y con media cara bellamente pintada. Ella estaba con un chico, les pregunté qué banda les había gustado y me dijeron que Skulls. Se alegraron de que fuera mi primer día de metal, ellos venían desde Neiva, como ya es usual cada año. Después parché con unos chicos bogotanos (de Suba y Engativá) que me dijeron que lo mejor era Masacre porque con ellos sí se podía bailar, que venían todos los años porque era necesario apoyar la escena local y para que nunca se acabe Rock al Parque. Me explicaron que había muchos géneros en el metal: black, speed, trash, grind, death, glam, gótico, satánico, melódico y otros. Me dijeron que las metaleras eran muy guapas pero que rara vez venían solas. “A veces se arma el pogo de viejas y son muy rudas porque se mechonean y se arañan; uno es más suave, que su patada, que su puño, pero no más”.

De Dark Funeral disfruté la teatralidad, el maquillaje, cuando se quedaban estáticos y parecían figuras de una pesadilla tremenda de orcos furiosos. Sin embargo, mi banda favorita del día fue Dark Tranquility, quizás porque eran más melódicos que los demás. (Amigos metaleros, voy despacio). Y por supuesto, me parecieron muy imponentes en escena con sus melenas vikingas. Es muy bien sabido que el público del metal es el más fiel de todos así que debió ser emocionante para los oscuros feligreses cuando Mikael Stanne, el vocalista de Dark Tranquility dijo (y me perdonan que me tome la libertad de traducirlo): “Ustedes son increíbles. ¿Saben qué? Nosotros hemos estado aquí en Colombia, aquí en Bogotá, muchas veces y lo que siempre me ha impresionado es que ustedes están putamente dedicados al mundo del metal. ¿Verdad? Ustedes están entregados, apasionados y 100% dedicados al metal y eso se nota”.

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