publico12Por Santiago Rivas @rivas_santiago

Foto: Ana María Camejo

Me siento desmotivado por la conclusión a la que llegué, mientras planeaba este artículo: el rock en Bogotá no es feliz. Como la mayoría de nuestros “rockeros” (músicos y público por igual) tiende a creer que la felicidad es una cualidad inherente a la música tropical, de la que nada quieren saber, es posible que esto no parezca un problema en absoluto. Al contrario, podría parecer que vamos por buen camino, pues no existe un solo rockero que sonría para la foto y por lo tanto, podemos asumir que la gente feliz ni siquiera tiene por qué acudir al festival. A mí me parece un horror.

Olvidamos que hace 21 años, y durante varias ediciones, Rock Al Parque fue un lugar feliz. Lo sigue siendo, de alguna manera, pues es un espectáculo maravilloso en donde se dan cita los productos de tantos músicos, para gustos tan diversos, en un parque dispuesto tres días para el disfrute de la ciudad. Sin embargo, ya no confluyen en él las esperanzas y la voluntad de todos los sectores del mercado cultural; los músicos no son felices, ni el público, ni los periodistas, ni el director del festival. Todos parecen encartados, actuando por inercia, ninguno parece contento de estar trabajando en torno al rock. Y claro, ya nadie puede definir lo que es el rock y por eso se polariza el debate, pues las manifestaciones más vivas (más alegres) son aquellas que mejor responden a nuestra naturaleza mestiza, mientras que arrecian también las críticas de las momias del purismo, que tienen el descaro de rechazar su propia naturaleza tropical, su identidad.

Ya son muchos años con los mismos temas: que el festival no le sirve a las bandas, que existen pequeñas roscas que acaparan el mercado en pro de su propia curaduría interna, que los metaleros son incapaces de pagar una sola boleta y siguen pidiendo el mismo metal de hace 30 y 20 años, que los punks solo quieren punk, que la diversidad y la cultura de la paz y el más grande de todos los eventos políticos diseñados para reunir a la gente que menos vota. Que si a alguien le importa en absoluto, más allá de su propio informe de gestión, la foto o la nota de prensa.

Sea cual sea la situación, Bogotá es una ciudad que se ha encargado de anular el fluido de su propio circuito musical. Podríamos abandonar nuestra idea convencional de competencia, de payola y comercialización, pero en cambio peleamos entre nosotros (periodistas y medios tanto como músicos, tribus urbanas, productoras, disqueras, etc.) y seguimos encerrados, oyendo lo mismo de siempre, yendo a los mismos sitios y bajando de internet la misma música recalentada, reversionada y repetida. Rock al Parque es simplemente un reflejo de eso.

Así que mi propuesta es simple: devolverle la alegría al rock en Bogotá. No digo que nos olvidemos de la oscuridad, sea la de los muertos y los desaparecidos o la de Belcebú; no digo neguemos las cosas que están mal y retornemos al rebaño de los conformistas hijos de dios. Yo sé que se puede encontrar alegría en estar haciendo aquello que nos apasiona, y además tenemos que reinventarnos la ciudad, para que los espacios por fin sean suficientes y no estemos durante estos tres días del año dando la misma lora.

Es difícil abandonar la comodidad de ese pequeño espacio reservado a quienes se tiene por marginales y prescindibles, las ovejas negras de cada familia en Bogotá. El miedo a perder este pequeño nicho y todo lo que implica, es la razón principal de nuestro gran bloqueo. Resulta increíble, pero en estos días en que nada está escrito en piedra, más nos empecinamos por repetir las fórmulas más obsoletas del mercado, acabando con propuestas auténticas y relevantes, o esforzándonos por ser algo que no somos. Deberíamos acoger la tarea de poner más atención, cambiar de ritmos, jugar más (y tomarnos el juego más en serio); deberíamos comprometernos con oír distinto, escribir distinto, componer distinto, cagarla más a menudo. El rock en Bogotá debería ser un ejercicio más placentero.

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