Por José Gandour @gandour

A ver chiquitín: Yo sé que ustedes a su edad dificilmente le creen a un hombre que ha cumplido 67 años. Sospechan que hace tiempo sus días de brillantez han  pasado y más cuando observan que al hablar su voz ha envejecido un tanto, sus movimientos se han ralentizado y hay cierta torpeza en sus maneras. Así es fácil denostar a cualquiera, pensarán. Otros, un poco más respetuosos, se sorprenden que este mismo hombre alguna vez se tiró de un noveno piso y sobrevivió y que ese, igual, no fue el momento más peligroso de su existencia. Este mismo hombre ha sobrevivido a sus peores etapas, a su propia decadencia, durante uno que otro lustro lleno de trivialidades y honores equivocados, y quizás por ello a veces nos demos el inútil lujo de verlo con desdén. Igual, chiquitín, límpiate las babas de la boca y deja de balbucear tanta tontería desde tu celular y saluda con elevada consideración a uno de los que se inventó todo esto. Se llama Charly García y si no es por él y por unos pocos cuantos, eso que llaman Rock no hubiera funcionado por estos lados. Es hora que te calles y vuelvas a recordar de donde viene todo en realidad.

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Lo he visto varias veces en concierto. Una de las mejores ocasiones fue en Madrid, en los años ochenta. A Miguel Ríos le dio por mostrarle a los españoles que el Rock en América Latina tenía mejor forma de lo que ellos se imaginaban y se inventó un festival iberoamericano de la música. La noche se abría con los venezolanos Zapato 3, a los que los asistentes no determinaron ni por un segundo. Luego el Palacio de los Deportes estalló con la sensación del momento en la península Ibérica: El Último de la Fila. No sé si los recuerdan, pero era una buena mezcla de sonido guitarrero con artilugios flamencos. Ellos sonaban con fuerza en la radio y la audiencia los adoraba. Apenas terminaron, la mitad del público salió corriendo. Estaba claro que los anfitriones no estaban para escuchar artistas latinos. Entonces entró Charly. Imaginen la risa irónica del bigote bicolor cuando se encontró con un coliseo medio vacío. Fue entonces cuando apenas se sentó, agarró el micrófono y grito «¿Hay algún sudaca entre el público?». Claro, los pocos miles que quedamos respondimos con fuerza. Los españoles se lo perdieron, pobres ellos.

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Alguna vez conté esta historia. No importa, la vuelvo a contar: Una de mis canciones favoritas de amor (y desamor) es Me siento mucho mejor. Es un cover que hace Charly de un éxito de los años sesenta (I´ll feel a whole lot better, de The Byrds).  Igual, está tan bien lograda la versión que parece propia. Está incluída en su álbum Filosofía barata y zapatos de goma y una copia, en formato cassette estaba en el Fiat 147 de un amigo. Una noche él me pidió que lo acompañara a dejarle algo a la novia. La cosa venía mal entre ellos y se notaba que él iba a verla para intentar, sin muchas posibilidades, ver cómo se arreglaba el asunto. Al llegar, me pidió, por obvias razones, que me quedara en el auto, diciéndome, sin mucho convencimiento, que no se iba a demorar, que apenas iba a dejar un regalito y nada más.

El cassette comenzó a rotar y decidí someterme a un juego medio cruel que era ver cuántas veces iba a poner la misma canción mientras mi amigo regresaba. Calculé que no iban a pasar de 6 repeticiones, un poco menos de media hora. También erré en el resultado de la misión. Me sentí optimista e imaginé a mi amigo retornando con una sonrisa, como si todo estuviera solucionado, afirmando que ella  indudablemente lo seguía queriendo y que todo había sido un impasse intrascendente.

(«No razonar
Desaparecer
Cuando tenías que estar
Te echaste a correr
Lo que hiciste en mí
No tiene perdón
Y yo sé que me siento
Mucho más fuerte sin tu amor»)

Una hora y media después él regresó y se notaba que había llorado. No me lo dijo, pero se adivinaba que, una vez ella cerró la puerta, él se habia quedado en la escalera y que entre el lamento y el disimulo, se había tomado el tiempo para intentar limpiarse la cara y creyendo luego poder disfrazar la amargura. Yo, viéndolo llegar al carro lleno de dudas, apagué la música.

(«Mucho tiempo atrás
Me hiciste sentir
Que nuestro amor era más
Y de esa forma vivi
No sé más quién soy
De qué te reís?
Y ahora sé que me siento
Mucho más fuerte sin tu amor»)

Se subió y me dijo, sin decir nada más, que me llevaba a casa. Era temprano, perfecta hora para irse a un bar y tomarse unas cuantas cervezas, pero él, sin consultarme, me dejo en mi apartamento y seguramente volvió a su hogar. Dudo que haya encendido la radio en el camino. Dudo que haya podido comprobar esa noche que Charly cantaba para gente como él en situaciones como esta.

(«No sé más que hacer
No sé qué decir
Cuando tenías que estar
Te echaste a reír
Lo que hiciste en mí
No tiene perdón
Y ahora sé que me siento
Mucho más fuerte sin tu amor
Y yo sé que me siento
Mucho más fuerte sin tu amor
Oh, sin tu amor»)

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La mayoría de los hoteles bogotanos se negaban a alojar al artista en sus instalaciones. Pocos estaban dispuestos a correr el riesgo de ver destruida una o varias de sus habitaciones y, aunque había un seguro que cubría ese tipo de eventualidades, las empresas no querían vivir semejante experiencia. Un amigo mío fue su manager durante un par de años y dice que la verdad su cuerpo no aguantaba fácilmente dicha vivencia. Decía que Charly era un niño caprichoso. Si tenía un antojo, cualquiera, tenía que correr a solucionárselo, a fuerza de soportar unos berrinches de padre y señor mío. Pero en Bogotá tuvo un feliz deseo, uno del cual pocos fueron testigos. Charly, aburrido en su habitación, le dijo a mi amigo que necesitaba tocar en un piano de verdad, que solucionara el asunto como pudiera. Estamos hablando de las nueve de la noche y la verdad es que eran pocas, poquísimas las opciones a mano. Bogotá no es Buenos Aires, donde se encuentran salones para adultos con pianos de cola y ambiente deliciosamente decadente. El artista necesitaba tocar casi con la necesidad de un yonqui por su dosis. No se le podía decir simplemente «Ché, tomate esta botella de scotch y esperá hasta mañana». Por obra y gracia de su desespero, un bar de jazz ubicado al norte de la ciudad, un sitio no muy lleno y con una clientela más bien aburrida vió de repente llegar una van con una nutrida comitiva de rockeros de aliento altamente perfumado por el whisky dispuestos a secuestrar por unas cuantas horas las teclas finas del local. Dicen quienes presenciaron ese momento que Charly tocó desde notas variadas originales de los Beatles hasta material propio con fuertes dosis de improvisación. Quienes lo vieron (y fueron pocos, créanme, ya que no eran los tiempos de teléfonos móviles, Whatsapp, Youtube o Instagram) aseguran que fue una de las mejores noches musicales de su vida. Mi amigo, el manager, igual, renunció a los pocos meses de su trabajo.

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En 2012 Charly García tocó en Rock al Parque. La verdad no fue una de sus mejores presentaciones. Sólo hace unas semanas había salido de la clínica y pocos pensaron entonces que sobreviviría a la experiencia. En escenario se le notaba cansado, pálido, y sufriendo por la altura de la ciudad. Eso sí, su repertorio fue elegante y cantó casi todos los temas que esperaba el público. Pero esa no era la imagen que sus aficionados querían ver. Desde entonces, si no estoy mal informado, no ha regresado a Colombia. Dicen que, a sus 67 años, está muy bien y luce mucho mejor. Ya viene siendo hora de volverlo a traer. No creo que tenga ya ganas de demoler hoteles o saltar desde alturas elevadas para asustar a sus seguidores. Charly García, independientemente de sus álgidos momentos y sus equivocaciones, sigue siendo un genio y todavía se da el lujo de hacer la buena música que buena parte de sus colegas no lograría en toda su vida. Es como Maradona y otros de su especie: Un dios imperfecto, uno divertido, con instantes peligrosamente irresponsables y muchas horas de genialidades que han hecho de este mundo un mejor lugar. Eso, chiquitín, no es poco, así que no dejes de agradecer que tengamos en este planeta  a este hombre. Ojalá lo tengamos aún por un largo rato entre nosotros.

 

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