Por José Gandour @gandour Foto @jackmulligan

Llevo varios días dándole vueltas a este artículo. La verdad se los cuento porque, como sabrán los que me conocen, el tema del «festival gratuito más grande de América Latina» me afecta bastante desde hace tiempo. He asistido, salvo en 1996, año en el que viví en Argentina, a todas las ediciones del evento. Participé como manager de varias bandas distritales clasificadas por convocatoria, en ocasiones gestioné la invitación de algunos grupos latinos; hice parte de la redacción de los dos primeros libros que trataron el tema, y dirigí un documental hace 3 años llamado Distrital y Popular. Pero, ¿por qué me debería importar tanto un concierto de este tipo y no otros, con artistas más conocidos, con mayor publicidad y más atención de parte de la audiencia?

Bueno, la respuesta es clara: Rock al Parque nació y se desarrolló como una actividad hecha con presupuesto público (si, los impuestos de todos los bogotanos, como dicen los economistas de turno), de la cual, desde el comienzo, se esperaba que fuera la verdadera plataforma de lanzamiento de la escena musical capitalina, el espacio adecuado a partir del cual se generara una actividad sonora masiva a lo largo de la geografía de la ciudad durante todo el año. ¿Demasiado romántico? Puede ser. ¿Excesivamente optimista? Seguro. Pero (y todavía lo sigo viendo de este modo), si el Estado (en este caso la Alcaldía de Bogotá), destina una muy buena cantidad de dinero para organizar unas presentaciones aspirando a convocar durante varios días cientos de miles de espectadores, uno esperaría que el resultado final no fuera simplemente agradar al público por unas horas y luego olvidarse del asunto hasta el próximo año, ¿verdad?.

Alguien tan ingenuo como yo aspiraría que a partir de esta decisión política (es un hecho público, abierto a todos, pagado por una entidad estatal, por tanto es un hecho político), y de todos los eventos que se «apellidan» AL PARQUE, se edificara un circuito musical que, en la intensidad de su crecimiento, generara una estructura cultural que se estableciera en todos los barrios de la urbe, para personas de todos los estratos sociales, creando empleos directos e indirectos en cada zona, construyendo además una atmósfera de tolerancia y paz digna de un país que intenta hace mucho tiempo salir de la insoportable espiral de violencia que vivimos. Ojo, nadie está diciendo que las instituciones gubernamentales asuman todos los costos, pero en una ciudad de ocho millones de habitantes, con un montón de auditorios y espacios pertenecientes a la estructura estatal que permanecen gran parte del año desocupados, con el simple hecho de abrir las puertas y capacitar a los potenciales pequeños y medianos empresarios zonales, se puede lograr poco a poco ese objetivo. Pero, a lo largo de todo este tiempo, tal aspiración es como pedirle peras al olmo o, como diría Gustavo Cerati, «cosas imposibles».

Si en 2019, en la vigésima quinta edición de Rock al Parque, gastaron hasta lo que no tenían para tomar la última foto y mostrar cuan lleno estaba en la jornada final el Parque Metropolitano Simón Bolívar, ahora, 3 años después nos traen una edición limitadísima, con viejas glorias que, a las malas, tratan de conectar con una nueva generación de espectadores, argumentando que «tocó llamar a los amigos para que ayudaran ya que no había dinero». En ninguno de los dos casos, por más espectacularidad o solidaridad se quiera obtener,  la escena musical bogotana recibió lo que necesitaba. Este es un festival que beneficia a muy pocos, y casi ninguno de ellos está interesado en lo que suceda con la música local el resto del año. Es un evento cuyos encargados no trabajan en bien del desarrollo del colectivo artístico ni de la formación de nuevos públicos que descubran las novedades sonoras que se dan en el país ni en el mundo. Los organizadores de Rock al Parque a lo largo de los últimos años no han cultivado verdaderos intercambios con otros festivales y entidades musicales del continente. Ni siquiera hacen un esfuerzo certero  en promocionar efectivamente la presentación de los cada vez menos participantes distritales, tanto en prensa como en publicidad digital. Se ha desaprovechado el nombre del festival, el valor de su marca, y sus propósitos originales para condescender con intereses egoístas, perezosos, faranduleros y politiqueros, donde se llenan la boca de grandes adjetivos y desperdician un presupuesto que, a estas alturas, debería tener una utilidad más popular, más rentable en términos sociales y económicos, que generara al menos el orgullo de antaño y la buena vibra que todos nos merecemos como participantes activos de esta historia.

Si Rock al Parque no sirve para más que extender halagos inmerecidos a los encargados de su funcionamiento y, a su vez, confundir ilusos, mientras sigue perdiendo constantemente el lustre que crearon en el pasado la esperanza y las aspiraciones de quienes creímos en que las cosas podían ser distintas, la verdad es que no vale la pena continuar. Esto solo lo salva de su mediocridad el propósito de reinvención y utilidad que necesita esta ciudad. 

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