Por José Gandour @zonagirante

Volvemos. Porque alguien tiene que hablar de esto.

Volvemos al estrado digital y, a veces con cansancio, a veces con un entusiasmo disminuido, hacemos nuestros comentarios sobre lo que será el festival que, en una época no muy lejana, nos representó. Al que todavía dedicamos, al menos una vez al año, un artículo donde actualizamos nuestra opinión. Sí, más de uno dirá: “Otra vez usted con las mismas, quejándose de un evento que, a pesar de sus 30 años de historia, sigue ahí y entretiene de algún modo a la ciudad”. Otros —que no tienen muchos argumentos para sostener una discusión inteligente— me compararán con personajes nefastos que ponen tutelas contra la Alcaldía y sostienen, de forma fascistoide, una versión absurda del significado del rock.

Pero hablemos en serio.
Hagámoslo, porque estas conversaciones van más allá del cartel: estamos hablando de políticas culturales públicas, de presupuestos estatales, del favorecimiento —o no— de una escena musical local y, sí, también de divulgación, diseño y futuro.
Ah, y claro… hablaremos de música.

Pensando en la legendaria filmografía de Clint Eastwood, armaremos esta nota en tres partes: Lo bueno, lo malo y lo feo.


Lo bueno

Esto va para quienes, comprensiblemente, no les interesa debatir sobre organización, ideología o utilidad pública del festival. Solo quieren saber qué tal está el cartel y si vale la pena ir. Y vamos a decir que, a diferencia de la edición anterior —llena de legendarios sin actualidad y piratas mal disfrazados de mal gusto—, hay una buena lista de invitados.

Vamos a comenzar celebrando a lo grande una buena noticia: por fin estará en tarima la mejor banda de rock del momento en América Latina (y, sin exagerar, una de mis favoritas del mundo): Él mató a un policía motorizado.

A lo largo de su historia, esta banda argentina ha sabido interpretar la época que vive, con la sensibilidad precisa para expresar lo que ellos —y su audiencia— perciben de sus vidas. Admiro a Él mató… porque ha devuelto a las nuevas generaciones una ternura sincera, acompañada por la causticidad de su instrumentación. Hacen tonadas perfectas para acompañarnos en la banda sonora de nuestras vidas, sin jugar a ser los “machitos” de turno que usualmente impone el mal rock que nos venden.

Otras recomendaciones que valen la pena:

  • Carmen Sea, desde Francia, trae ruido interesante.

  • Viniloversus, desde Venezuela, ha crecido musicalmente y forma parte de una camada de músicos contemporáneos que merece más atención.

  • Animales exóticos desamparados hace buen shoegaze (y eso, como bien saben nuestros amigos, lo festejamos sin dudarlo).

  • Desde España, vuelve Bala, un dúo sólido que ya vimos hace unos años en la misma tarima y que, seguramente, mostrará su buen paso del tiempo.

Para quien todavía duda en ir a Rock al Parque 2025, le decimos:
La programación es interesante, y evitaron varios clichés del año pasado. Algo, parece, sirvieron las críticas que desde algunos medios se hicieron.


Lo malo

Ufff… aquí vienen varias cosas que quizá no le importen al que solo quiere ir a los conciertos. Está bien: a ellos no los vamos a involucrar. No les vamos a amargar la vida con nuestra perorata.
Pero, tratándose de un festival organizado por el Estado Distrital y financiado con dineros públicos, sí hay que observar, señalar y discutir.

Para empezar: es ridículo que un evento de estas características solo seleccione 20 agrupaciones locales en su convocatoria pública.
Comparado con otros años, la cifra sigue en descenso. Hace rato hay más bandas extranjeras que locales.

Además, la convocatoria es fallida, tanto en metodología como en resultados. Se arma como un concurso con reglas absurdas. Las audiciones se hacen en el Auditorio al Aire Libre La Media Torta —pero no son abiertas al público. El jurado se sienta en la tarima (recordemos: un escenario para 8.000 personas, completamente vacío), y a manera de reality show, se les pide a los participantes que interpreten, dentro de su repertorio, canciones seleccionadas en el momento por los curadores.
¿A quién diablos se le ocurrió hacerlo así?
A alguien que no entiende la escena, claramente. A alguien más interesado en copiar mal un esquema tipo American Idol.

¿Qué pasó con los Tortazos de antaño? Esos eventos con asistencia masiva, donde los preseleccionados montaban su show como debe ser, el público aclamaba (o no) lo que veía, y el jurado decidía desde la gradería.
Lo único que han logrado ahora es que la escena bogotana sienta que ese no es su espacio, y que se terminen clasificando propuestas con poca originalidad, sin mucho qué proponer, que no reflejan lo que realmente suena y se vive en esta ciudad.

Y otra cosa: miren el cartel.
¿Cuántas agrupaciones tienen participación femenina?
La cifra es mínima. Casi ofensiva.
Rock al Parque sigue siendo poco inclusivo en ese aspecto.
Sufre de esa masculinidad tóxica que siempre ha contaminado el mal rock: ese que da discursos chauvinistas y cree que rebeldía es ser gritón y discriminador, como el mismo oso del afiche oficial.
¿A qué le temen? ¿A que la participación femenina les ensucie la virilidad? ¿A que les reduzca el tamaño simbólico de sus «tesoros privados»?

Por sostener esa imbecilidad, el festival pierde valor, atractivo y solidez institucional.


Lo feo

Este último capítulo se lo dedicamos a un tema que no entendemos cómo, después de treinta años, sigue igual de mal resuelto:
La promoción del festival.

Rock al Parque sigue siendo infrapromocionado, sin intención real de generar entusiasmo o compromiso ciudadano. Todo eso se perdió hace rato: la labor de prensa y publicidad es vaga, llena de clichés, discursos inútiles y desconectada de su público natural.

Un ejemplo personal:
Desde Zonagirante.com cubrimos el festival desde sus comienzos —hace más de 25 años—, y ya van varios años en los que no nos llega información oficial del evento.
Todo es un misterio.
Se comieron el cuento de que basta con unos posts en redes sociales y un par de pautas compradas.
Sí, seguro irán los mismos miles que van cada año a los tres días del certamen. Pero eso no significa que el festival crezca.
Ha perdido su significado para la ciudad.

Como solemos decir (y sí, repetimos la frase):
Se hace un poco de bulla, se toma la foto final en la Plaza Simón Bolívar, se recoge el confeti… y a otra cosa, mariposa.
A los organizadores, parece, no les interesa construir un relato cultural ni social alrededor de Rock al Parque.

Ellos montan un concierto, cumplen con tres jornadas, se toman la selfie institucional, y listo. Pero sin una estrategia comunicativa clara, que involucre a los actores reales de esta escena —los que hacen música desde Bogotá—, este evento no sirve. Insisto: no sirve.

Sí, otra vez Gandour con lo mismo.
Pero es que yo, como tantos otros, llevamos décadas involucrado en esta movida. Hemos trabajado por sacar adelante la identidad musical de esta ciudad.
Y este festival, que debería consolidarnos y representarnos a todos, apenas es un espasmo costoso que dura 72 horas y desaparece como si nada hubiera pasado.

Y para cerrar: el oso.
Qué forma tan torpe de representar la rabia, la rebeldía y el deseo de festejar nuestros sonidos.
“Pongamos un animal con chaqueta de cuero y taches en el hombro, para que nos enseñe qué es el rock”.
Eso no es rebeldía. Eso es pereza mental.

Eso es no esforzarse por diseñar una imagen que exprese orgullo desde nuestros propios medios.
Es no contagiar a la ciudad de una emoción que alguna vez fue real.
Una urbe que antes presumía de ser anfitriona de un símbolo de democracia, fiesta y paz… y que ahora apenas se entera de que el festival existe.

En fin.

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