Por José Gandour @zonagirante
“Estos deleites feroces tienen finales aún más brutales; se destruyen en su propio estallido, como pólvora y llama al encontrarse: un beso y dejan sólo ceniza.”
Romeo & Julieta, Acto 2, Escena 5.
William Shakespeare
Veo una caricatura. Una mujer le pregunta a dos hombres su opinión política. El primero le dice que es racista, xenófobo, antifeminista y antisemita. El segundo se declara exactamente lo contrario. Ella concluye: “qué cosas con los dos extremos”. Y así, de repente, ser antifascista se vuelve tan sospechoso como seguir con fervor a los nuevos Mussolini de estos tiempos.
Vivimos días en los que se ha vuelto normal gritar con voz inclemente “comunistas”, “terroristas” o “socialistas radicales” a quienes se oponen al discurso violento de los tiranos. Son horas en las cuales quien gobierna se siente dueño absoluto de la autoridad, como si el voto fuera un cheque en blanco que lo habilita a cumplir sus deseos más oscuros.
Algunos construyen cárceles impenetrables y las comparten con otros déspotas del continente para encerrar enemigos. Otros hablan de la “ideología de género” mientras persiguen sin descanso a las disidencias sexuales. Unos promueven prohibir libros “subversivos” en las escuelas —como Un mundo feliz, de Aldous Huxley, o, quién sabe por qué, Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez—; otros niegan la historia y buscan borrar el pasado de esclavitud y desigualdad, recortando museos y centros de memoria. Y sin embargo son ellos los que insultan.
Los tiempos (musicales) han empeorado.
Un dato que solo sirve para reírse con amargura: los tiranos de antes, al menos en su pretensión aristocrática, escuchaban música compleja. Hitler admiraba a Wagner, Mussolini la ópera italiana, Stalin disfrutaba de Mozart. Hoy, Trump convirtió en himno una canción nacida de la rebeldía gay sin entenderla, mientras agita sus manos en un baile grotesco que sus seguidores imitan. Milei destroza a gritos, soñando ser estrella de rock, canciones de Charly García y La Renga frente a una turba de pequeños fanáticos que no entienden nada.
Mientras tanto, del otro lado, en medio de la confusión y el disgusto, hay quienes alzan la voz —por suerte, cada vez más— y son etiquetados de sediciosos, conspiradores, enemigos del orden. Y tantos otros, paralizados, prefieren jugar al equilibrio, repitiendo que “ambos extremos son iguales”. Así de eficaz es la maquinaria.
No insista señora, eso no existe.
Eso que llaman “Antifa” no existe como monstruo global. Sí, hay grupos políticos que se oponen a las ideas autoritarias, pero no hay una conspiración gigantesca planeando revoluciones desde las sombras. La teoría de los dos demonios nunca tuvo la validez que los extremistas quieren imponer. No podemos dejarnos intimidar por la mentira ni por el deseo de exterminio.
Entonces, si no existe Antifa, ¿qué hacemos? Yo —que no tengo certezas de nada— propongo lo siguiente: resistir democráticamente, votar (si se puede) contra los déspotas, solidarizarse con el más débil, respetar al otro sin perder la capacidad de disentir y empatizar, actuar colectivamente y, (permítanme el cierre melódico), escuchar la mejor música posible para inspirarnos ante lo que viene. Estar, como dirían ellos, “en el otro extremo”, es mucho más digno. ¿No les parece?
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Ceremos con música. Pongámonos en modo punk y escuchemos el nuevo disco de la banda uruguaya Jesús Negro y los putos, llamado Cementerio Fe (nos fuimos al carajo, jejejejeje)