Por José Gandour @gandour

Les cuento lo siguiente, como para ponerlos en contexto sobre lo que voy a hablar: Creo en el Estado fuerte y presente donde la población, y especialmente los menos favorecidos, lo necesiten. Creo en el Estado como elemento vital para equilibrar las cargas sociales de un país. Soy de los que cree firmemente en aquella frase de Evita Perón que dice «Donde hay una necesidad, nace un derecho». Creo que el Estado, en la medida de sus capacidades, debe asegurar que las brechas económicas no impidan la oportunidad de superación de los seres humanos. 

Listo, ahora bajemos a algo más terrenal y les explico por qué lanzo toda esta retahíla. Les hablo desde Colombia, pero muchas de las frases que les citaré pueden aplicarse en mayor o menor medida a cualquier parte de América Latina. Pero en este caso hablo de lo hecho durante los últimos casi 30 años por parte de la Alcaldía de Bogotá. Como lo he reiterado en anteriores artículos, pienso firmemente que, en teoría, todas las actividades patrocinadas por dicho ente estatal en materia artística fueron ideadas más allá del simple entretenimiento de la ciudadanía. Yo siempre les diré que lo hecho en este campo por parte de nuestro gobierno distrital debe siempre perseguir como meta la estabilidad de una economía cultural, que provea las garantías a los buenos exponentes de dichas actividades a consolidar su forma de vida, y que el público en general pueda disfrutar de su trabajo. Creo firmemente que Bogotá es una ciudad donde abunda el talento artístico, pero donde las posibilidades de expansión son muy limitadas, más en los estratos más populares. Si, específicamente, se destina un alto presupuesto para los eventos musicales hechos con el erario estatal, estos deben reflejar una utilidad que vaya más allá de la sonrisa momentánea del espectador. Para mí, los Festivales al Parque, los certámenes más destacados dentro de la agenda del Instituto Distrital de las Artes (Idartes), no satisfacen, ni mucho menos, las necesidades de la ciudad. No al menos en los últimos años. Especialmente Rock al Parque. 

Es ridículo cómo este festival, y más en la actual edición, se ha vuelto una carrera ficticia por acumular números de asistencia, para aliviar las veleidades de su encargado artístico y de, en general, los organizadores responsables. El problema principal no es dinero. Ya vimos en 2019 la gran fiesta que se armó, donde la demagogia fue patrocinada con exageradas sumas, todo por  mostrar la impresionante foto de la plaza del Simón Bolívar llena hasta las banderas y decir que todo fue un triunfo. Una «victoria», si, pero de cuya repartición del pastel final fue excluida la gran mayoría de la escena local. A ver, esto me lo van a entender muchos: Si a ustedes, posibles organizadores de eventos de este estilo, les dicen «gasten todo lo que sea necesario para sumar cientos de miles de personas frente al escenario, traigan a quien sea», el papel que asumen no es de la curación exquisita, con límites establecidos, contrastados con el buen quehacer y gusto del curador. No. Su labor se transforma en una especie de versión tropical de bufón de emperador que quiere caerle bien a las masas, sin importar el costo. Una fiesta carísima donde el talento bogotano es un relleno anunciado en letras pequeñas en el cartel de los promotores. 

Pasan tres años, hay mucho menos dinero, pero la desidia sigue igual. Sólo la cuarta parte de la programación de la edición 2022 de Rock al Parque pertenece a los artistas bogotanos. El primer día, teniendo tres tarimas, en dos de ellas la representación capitalina solo se presentó a la hora de abrir los escenarios. Las dos primeras jornadas han sido caóticas y displicentes con los músicos bogotanos. Y, además, asistieron muchas menos personas de las que esperaban, aunque los organizadores en sus redes sociales juren lo contrario. Igual, eso siempre ha pasado en la historia de Rock al Parque. Lo importante para ellos es decir que fue un montón de gente, nada más. Ellos trabajan para sus sensibles egos, no para la escena musical sobre la cual se edificó la idea que generó el festival. 

Lo más lamentable es que ahí seguirán, aplaudiéndose entre ellos, creyéndose los amos y dioses del circo, y haciendo caso omiso a las necesidades y la potencialidad de un colectivo musical que tiene mucho más que dar y cuyo Estado ignora imprudentemente. Muchos de los integrantes de ese colectivo pueden ser líderes positivos de sus barrios. Pueden, si les dan las herramientas, contribuir al bienestar de sus localidades, al crecimiento cultural del que somos capaces de conseguir en Bogotá. Pero a punta de ferias cortesanas y petulancias mal disimuladas, y teniendo como base cifras poco confiables, no se logra nada. 

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Inevitable comentarlo. Conozco a Álvaro González Villamarín, director de la emisora estatal Radiónica, desde hace 28 años. Siempre tuve una relación cordial con él. Sería ridículo decir lo contrario, después de muchas jornadas de buena conversación y un intercambio frecuente de información musical. Por ello me entristece y me enfurece enterarme en los últimos días de sus acciones improcedentes e irresponsables. Lo más deleznable es que abusó de su cargo, pasando por encima de sus compañerxs de trabajo y de la audiencia de su dial. Además hizo uso incorrecto de la data de su empresa, perteneciente al Estado. Ahora, con una cantidad abrumadora de pruebas en su contra, se sostiene como sea en su puesto. Con eso está logrando destruir el buen nombre de la institución que él y tantos otros y otras fortalecieron a lo largo de los años. La verdad, profe, con todo el aprecio que todavía le puedo tener, le digo que lo más digno que puede hacer es renunciar. Por el bien suyo, el de Radiónica y de la escena musical bogotana, que ha podido crecer con el desarrollo permanente de la emisora.

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