Por José Gandour @zonagirante
La crueldad es un tirano sostenido sólo por el miedo.
William Shakespeare
Quizás sea tarde para decirlo, y tal vez no haya forma de excusarme por no haberlo dicho antes. Tampoco creo que muchos —ni siquiera unos pocos— hayan estado esperando mis palabras de lamento al respecto. En estas circunstancias, no sirve de nada posar de progresista, o de humanista tardío, aun cuando uno quiera justificarse diciendo que tiene una conciencia demorada, maquillada por la negación de aceptar que los propios pueden ser tan crueles como aquellos que nos persiguieron en el pasado. Ha llegado el momento de admitirlo: entre los judíos también hay seres crueles, asesinos, exterminadores. No es ingenuidad, es la puta realidad.
Una cosa es la guerra que se ha extendido durante años, donde ambas partes han ejercido la violencia apelando a sus instintos de supervivencia. Otra muy distinta es aceptar, promover y enorgullecerse de una limpieza étnica, de un genocidio, como el que se cometió hace ya 80 años contra los nuestros.
Lo que ocurre en Gaza ha rebasado el umbral de la indignidad y del odio, y hace inevitables las comparaciones —por más horribles que sean— con el nazismo y otros capítulos miserables de la historia. No es necesario decir que Netanyahu es Hitler (es claro que, sin esfuerzo, hallaremos más diferencias que similitudes), pero Bibi —como lo llaman sus partidarios— merece figurar, junto a sus cómplices en la masacre, en la lista de los personajes más ignominiosos de la historia. Nada tiene que envidiarle a Mussolini, Stalin, Mao y tantos otros.
Eso sí: frente a las imágenes abominables de niños asesinados, bombardeados, aniquilados y hambreados por la maquinaria militar israelí, creo que son cada vez menos los judíos que apoyan este desastre. No estoy defendiendo a nadie, pero lo del 7 de octubre de 2023 desató la rabia y el peor resentimiento en más de uno que pedía venganza. Estábamos enceguecidos, convencidos de que todos los del otro lado eran responsables de dicho crimen. Error. Error profundo. Error que supieron aprovechar los más crueles: los que querían aferrarse al poder a toda costa, los asoladores seriales, los que desataron a todos sus perros, helicópteros y altavoces para hacer estallar a millones de inocentes que servían involuntariamente de escudos de protección de los verdaderos perpetradores.
Nos sorprendimos repitiendo, al lado de los más lacerantes, que “ellos”, “los del otro bando”, habrían hecho lo mismo si tuvieran el mismo poder de respuesta. La asquerosidad se apoderó de nosotros, y creímos que había que responder con tal brutalidad que los hiciera ver el infierno en sus puertas. ¿Cómo llegamos a sostener que lo justo era aplicar un “diente por milles de dientes, ojo por miles de ojos”? ¿Cómo pudieron, aquellos en quienes confiábamos, decir —con desvergüenza— que la muerte de cualquier palestino, no importa su edad, está justificada, porque en cada uno de ellos reside un terrorista que quiere borrarnos de la faz de la Tierra?
Y además, fuimos porfiados. Creímos que debíamos continuar en campaña, aunque el genocidio se transmitiera a diario por todos los medios, mientras el odio hacia nosotros crecía en todo el mundo. Más que aterrarnos por el creciente antisemitismo —acto despreciable donde los haya—, debemos alzar la voz y posicionarnos, sin ambigüedades, frente a los tiranos. Debemos dejar de vernos como víctimas eternas que reaccionan en defensa propia, y más bien solidarizarnos y proteger a quienes son exterminados ante nuestros ojos.
Repito: La mayoría de los israelíes se oponen a lo que hace Netanyahu y su séquito. La mayoría de los judíos —que no son lo mismo— también. Pero como en otras épocas de la historia, la propaganda y el miedo impiden que muchos resistan con más firmeza. Hay quienes aún no creen que esto esté ocurriendo. Tal es el poder de las usinas, cada vez más amplificadas. Incluso en eso, el gobierno israelí recurre a la efectividad del discurso nazi, especialmente el de Goebbels: “No importa si una mentira es verdad o no, lo importante es que la gente crea que lo es.”
Por mi parte, insisto: debemos construir algo que ahora parece imposible, pero en lo que no hay más remedio que creer. Dos naciones que convivan pacíficamente, con la ayuda del resto del mundo. ¿Costará generaciones lograrlo? Por supuesto. El resentimiento —y menos tras actos tan despreciables como los que hoy presenciamos— no se cura fácilmente. Durante muchos años habrá quien estalle de furia, creyendo que la maldita razón de su violencia le asiste. Pero la paz, tras juzgar y encarcelar a los déspotas de ambos lados, debe ser el esfuerzo supremo. Debemos aceptar que lograrla es lo más difícil, pero también lo más necesario.
Seamos conscientes de algo fundamental: enfrente hay personas, como nosotros, que claman por no ser deshumanizadas. Hannah Arendt afirmaba: “La paz nace del pacto democrático entre iguales.” Eso debe quedar claro y prevalecer en todas nuestras acciones, si realmente queremos sobrevivir sin pisar el cráneo de los demás. Debe ser nuestro compromiso. En nuestras palabras y en nuestros actos. Martin Buber decía: “El diálogo es una forma de vida, una forma de estar en el mundo y de relacionarnos con los demás. El diálogo es una actitud de apertura y de respeto hacia el otro, una actitud que reconoce la dignidad y la singularidad de cada ser humano.”