Por José Gandour @gandour

La gran mayoría de las ciudades más atractivas y activas del orbe tienen un amplio espectro de razas, credos y nacionalidades residiendo en sus barrios, dando movimiento intenso a sus artes, a su música, a los textos que narran su historia. Son urbes donde en cualquier momento el olor, el sonido y los colores cambian, porque de acera en acera se refleja la llegada de personas de un determinado origen, que ponen en las vitrinas de sus locales sus comidas, sus ropas, sus cantos. Y es aún más interesante cuando el interés de mezcla de sabores, aromas, ritmos e idiomas explota a medida que avanza sus pasos en la calle. Es la belleza de la fusión, la que se produce por el diálogo de seres extrañas entre sí, con ganas de compartir; de los que quieren comprender qué es lo que hace el otro, de aquellos que saben que lo que heredaron no es lo único que existe, de los que nos que no temen a la curiosidad y a la consecuente experimentación con otras texturas, otras vivencias. Las mentes más abiertas de esas capitales saben que lo que se ha dado a llamar «tradición» hasta esos días, se irá transformando en nuevas formas, en gemas intelectuales que presentará orgullosamente cada generación como edificios culturales construidos con la suma de las palabras y los hechos de cada día.

Debo confesar que en un momento me ilusioné con que ese mismo fenómeno ocurriera en mi ciudad de residencia, Bogotá. Yo mismo soy inmigrante. Nací en Tegucigalpa, Honduras y a los siete años, después de atravesar con mi familia toda Centro América, llegamos a un sitio en ese entonces muy frio, lluvioso, de ropajes grises y oscuros, gente de mirada, al menos, observante sobre los extraños. Llegaba a un país que, al contrario lo que había sucedido en buena parte de la región, se había negado a recibir fuertes masas de inmigrantes en los tiempos de las guerras al otro lado del océano, y todavía, siendo los años setentas, trataba con suspicacia al despistado que llegaba como extranjero a estos lares. Al contrario, entre otros, de lo que había pasado en Argentina, Brasil, Chile y México, la comunidad judía local aquí era bastante pequeña, apenas unos cuantos miles que se contaban como elementos exóticos, cuando mucho, entre el común de la gente.  Unos años después, por razones con las que no nos vamos a complicar a la hora de explicar, las comunidades de orígenes extranjeros fueron creciendo y fueron marcando poco a poco en la agenda de la capital. Bogotá, además, por la violencia política que el país ha vivido desde finales de los años cuarenta, fue el punto de encuentro de migrantes dentro del perímetro nacional, desplazados por el conflicto interno, y la verdad si esta ciudad tiene un color vivo en su paisaje es por todo lo que traían en su mochila estos hombres y mujeres de otros lugares de Colombia y que hicieron de esta urbe un lugar mucho más alegre, vivo, altisonante, llamativo. El «rolo» (habitante local original) se tuvo que acostumbrar a ese collage y, pronto, sentirse orgulloso de todo ese crisol que veía día a día en su municipalidad. Haciendo sumas de todo lo ocurrido, debo confesar que por mi cabeza pasó una idea algo que para muchos a estas alturas sonará muy ingenua, pero con esas condiciones antes descritas, alcancé a imaginar.

Con la crisis social y política de Venezuela, alcancé a pensar que Bogotá, mi ciudad, iba a ser la nueva sede musical de la vanguardia del país vecino. Los pongo en contexto: Imaginaba a bandas y artistas como Los Mentas, Los Paranoia, Los Mesoneros, Desorden Público, Famas Loop, Rawayana y hasta a los mismísimos Amigos Invisibles, teniendo como principal sede de sus actividades esta ciudad. Pensé en buena parte del hip hop de Caracas y sus alrededores, con gente como Gabylonia, Akapella, Apache, y otros, metidos en los estudios locales, compartiendo experiencias y rimas y haciendo de Bogotá un punto musical aún más atractivo, al nivel de fluidez de centros de crecimiento cultural como Berlín, Barcelona o Ciudad de México. Esta ciudad, hasta la pandemia, con todas sus debilidades estructurales, y todo lo que nos faltaba por construir, igual era considerada uno de los principales referentes de la música de este lado del mundo. Tener más talento entre nosotros, quizás lo mejor que han ofrecido nuestros vecinos en los últimos años, lo sigo creyendo, era la frutilla que nos faltaba en el postre para que Bogotá fuera la cenit que nos merecemos.

¿Alguien más se imaginaba esto? No creo, lo mío, lo sé, era demasiado desfasado. Esa tonta rivalidad que siempre ha existido entre colombianos y venezolanos, donde el pobre de turno iba con la cabeza gacha a someterse a los vejámenes del vecino en ese momento estable siempre marcó la desgraciada agenda en las fronteras. Pasó de ida, pasa de vuelta, y por ese resentimiento hemos perdido todas las oportunidades que nos podamos imaginar. Y, siguiendo con mi ingenuidad, concebir a Bogotá como un eje fortalecido de la cultura al norte de Sudamérica, con políticas de puertas abiertas a las expresiones artísticas del continente, era un sueño absurdo. No saben la oportunidad que hemos perdido. Si esta ciudad hubiera cultivado las estrategias adecuadas para la integración del talento inmigrante, junto con lo que se produce de manera local, estaríamos hablando de la capital colombiana, aún estando en los últimos coletazos de la pandemia, como un punto vital del arte en el hemisferio. Eso hubiera traído beneficios políticos, económicos y sociales, vital para un país que necesita consolidar su proceso de paz y requiere incrementar la inversión pública y privada para su crecimiento.

Deberíamos, desde las instancias oficiales, empresariales y poblacionales, repensar qué hacer con quien llega a nuestro suelo. Yo todavía sueño con una Bogotá más multicultural que nunca. Y no lo digo solamente por el lado romántico, como quien desea tener un millón de amigos, como diría Roberto Carlos. Yo creo que el miedo al extraño y el odio al diferente no sólo nos hace peores personas, sino que, además, nos hace más paupérrimos. En la variedad está el gusto y las oportunidades de ser mejores. No lo duden. Piénsenlo. 

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