Por Pablo Taricco – @tariccopablo

(Nota del editor: Otra de las joyas del archivo de nuestros hermanos de NTD.la se integra a nuestra página. Esta vez cruzaremos el océano Atlántico y viviremos una historia increíble de la cual hay ciertos detalles que siempre nos perdemos. Para animar el asunto, le añadimos una notable playlist que hace homenaje a la maravillosa ciudad de Rio de Janeiro. Bienvenidos)

A bordo del Príncipe Real, Juan de Braganza vio con melancolía como el puerto de Lisboa desaparecía en el horizonte. Atrás había quedado la vieja ribera del río Tajo con su magnífica Torre de Belén y sus construcciones grises. Ya no divisaba la ciudad ni el muelle de madera que los había visto embarcar. El viaje que había iniciado no tenía retorno, y a medida que se alejaba de la costa un pensamiento cruel lo abordaba: ¿Qué pensaría de su rey aquella mujer plebeya que vió a los nobles subir en los barco sus joyas, sus muebles y sus carruajes? ¿Acaso la historia y sus libros dirían que huían cobardemente dejando al pueblo a merced del peligro?

Hacía semanas que el ejército de Napoleón Bonaparte al mando del General Junot amenazaba con atacar Portugal desde la frontera con España. Los meses de octubre y noviembre de aquel afiebrado 1807 habían transcurrido entre negociaciones dilatorias y planes secretos. Francia presionaba para que la corte portuguesa se uniera al bloqueo comercial contra los británicos, so pena de una invasión. Pero Londres respondía: ante un eventual bloqueo portugués destruiría la flota mercante de los Braganza. El Príncipe Juan sabía que no tenía oportunidades ante un ataque de los ingleses, y necesitaba sus naves para unir Portugal con Brasil, su principal fuente de riquezas. Pero por otro lado, un pacto con Napoleón no era otra cosa que la antesala de su propia caída.

No había muchas opciones. La decisión que Juan VI, Príncipe Regente de Portugal, iba a tomar cambiaría la historia del Imperio para siempre, y lo convertiría en objeto de críticas y burlas durante 200 años. Se trataba de una estrategia ideada en el Siglo XVII como la última de las opciones del reino. Y había llegado la hora de aplicarla.

El traslado de la metrópolis Imperial a Brasil era la única forma de sostener el poder de la corona portuguesa. A pocos kilómetros de Lisboa, la Casa española de los Borbón había visto cómo se extinguían su dominios en Europa y en América cuando Fernando VII cayó en manos francesas. Para Juan VI, el viaje era una suerte de retirada táctica.

Pero la decisión de huir de Lisboa desvelaba al príncipe. Las tormentas, los peligros de ultramar, la alucinada tarea de subir una ciudad a los barcos eran sólo una parte de su preocupación. La base de su poder político estaba en juego. En el fondo él sabía que su pueblo no perdonaría aquella jugada, por más audaz que fuera en términos estratégicos, por más increíble que resultara ver a un reino trasladarse a través del mar para levantarse del otro lado del mundo. Pero no tenía opciones.

Por eso el plan se ejecutó con bastante rapidez. Había que zarpar antes del ingreso de las tropas napoleónicas. A escondidas, para evitar alertar a la población, las bodegas de medio centenar de embarcaciones fueron cargadas con dinero, joyas y objetos valiosos. El Tesoro de la Corona fue embarcado, así como los 60 mil ejemplares de la Biblioteca Real. También se embalaron las memorias y los documentos oficiales y administrativos del imperio; se embarcaron caballos, bueyes, vacas, cerdos y pollos, así como toneladas de provisiones y agua dulce. Objetos de arte, muebles, 20 carruajes reales, ropa y hasta una imprenta fueron subidos a los barcos.

Pero el sigilo era imposible. A pocas horas del desenlace, el enemigo ingresó al territorio portugués provocando una oleada de miedo y multiplicando las ansias por embarcar. Nadie quería quedarse en Europa. Pero al momento de zarpar, se produjo una escena desgarradora que iba a quedar impresa en la memoria de los lisboetas: en tierra los comunes, los pobres y los abandonados; en los barcos los poderosos, los funcionarios y los sacerdotes. Según los documentos históricos, alrededor de 10 mil personas abandonaron Portugal ese 29 de noviembre de 1807, pocas horas antes del ingreso de las tropas invasoras. Mientras los barcos se perdían en el horizonte, los franceses entraban a una Lisboa desolada. En sus memorias el Visconde de Río Seco, un testigo presencial de los hechos, describió con pena a esa muchedumbre vagando por las plazas y las calles sin poder creer lo que sucedía, con lágrimas en los ojos y maldiciendo la situación en la que habían sido abandonados.

En altamar, un viaje de 8 mil kilómetros comenzaba, abriendo un nuevo capítulo de la historia americana. Medio centenar de embarcaciones sobrecargadas de personas y objetos se adentraban en el Atlántico con rumbo al Brasil. Pero los portugueses no iban solos: la flota británica los escoltaba. A cambio de protección y respaldo durante el viaje, los Braganza habían comprometido un trato comercial privilegiado con la nueva capital imperial, que hasta ese momento sólo tenía una ruta de productos entre Brasil y Portugal. En total, ocho naves, cuatro fragatas, tres bergantines, una goleta y 31 navíos mercantes componían la escuadra portuguesa. Nueve naves, comandadas por Su Magestad Bedford eran el apoyo británico en la travesía.

Mientras aquel grupo avanzaba lento con rumbo suroeste debían mantenerse juntos, a tiro de vista por seguridad. Habia que evitar ser asaltados por piratas, pero también era menester guardar la cercanía para poder darse apoyo ante eventuales percances. En el peor de los casos habría que rescatar personas y bienes de un naufragio; menos trágico pero más probable era el socorro ante las enfermedades, la carencia de provisiones o los motines a bordo.

La nave principal de aquel viaje era un buque de guerra de 80 cañones bautizado como Príncipe Real. A bordo viajaban una parte de la familia Braganza, compuesta por el Príncipe Regente Juan VI, su madre la Reina María -quién hacía varios años había abdicado a favor de su hijo por su delicado estado de salud-, el infante Pedro, y sus hermanos Miguel y Pedro Carlos. En la segunda nave bautizada Alfonso Albuquerque, de 64 cañones, viajaban la esposa del Príncipe, Carlota Joaquina de Borbón y sus hijas María Isabel, María de Asunción, Ana de Jesús y la infanta María Teresa. Las naves de guerra eran buques de grandes dimensiones. Podían albergar cerca de mil personas a bordo, de las cuales unas 800 eran tripulantes, entre marineros, mecánicos, cañoneros y personal de cocina y mantenimiento. De cincuenta metros de eslora (largo), quince metros de manga (ancho) y unos seis metros de calado, llegaban a tener hasta tres cubiertas que eran continuamente ocupadas por tripulantes y pasajeros en los tediosos días de viaje transatlántico.

Aunque son escasos los documentos históricos que detallan los 54 días que duró el viaje, en los cuales la monotonía sólo era alterada por los problemas de higiene y organización de las naves portuguesas, la crónica “A viagem marítima da familia real” del marinero inglés Kenneth Light brinda algunos datos interesantes. Según el cronista, el alimento típico a bordo de los navíos estaba compuesto por carne de res y de cerdo saladas, arvejas, avena, azúcar, manteca y queso. Cada tripulante tenía derecho a una ración diaria de bebida alcohólica: se distribuía un galón de cerveza por persona y un cuarto de vino, o medio cuarto de ron diluído en dos partes de agua.

Con esa dieta, era de esperar que en un viaje tan largo como aquel la temida “enfermedad de los marineros” comenzara a afectar a la tripulación. El escorbuto o “muerte negra” ataca a aquellos que no comen frutas o verduras por períodos prolongados de tiempo. En su libro, Kenneth Light detalla los síntomas descritos por el médico inglés a bordo: dolores en las extremidades, fiebre, hinchazón y sangrado de encías. Los marineros debían ser trasladados a la bodega-enfermería, donde se los dejaba acostados en hamacas, hacinados y en espacios pestilentes.

Es interesante imaginar aquella extraña convivencia a lo largo de las semanas en el mar. El camarote de la princesa Carlota Joaquina y sus hijas, por ejemplo, con el amoblado del palacio ordenado geométricamente para aprovechar el espacio. En un rincón baúles con vestidos y joyas; los cuadros familiares uno sobre el otro junto al espejo. Una criada saliendo a cubierta a pedirle a la tripulación sedienta más vino para su majestad. Un cocinero mugriento sirviendo a los Braganza a desgano…

En un pasaje de “A viagem marítima” Light describe el malhumor de la Princesa Carlota Joaquina, disconforme con la dieta marinera a la que se veía sometida. En una carta dirigida a su marido, que se encontraba a bordo de otra nave, Joaquina solicita la intervención del Príncipe a fin de modificar aquel régimen alimenticio. Sin embargo, la respuesta de Juan no está incluida entre los documentos contenidos en la crónica. No sería de extrañar que Carlota Joaquina de Borbón, quién pasó a la posteridad como “la arpía de Queluz”, no haya encontrado eco en su Príncipe, preocupado tal vez más por el futuro del reino que por el bienestar de su esposa. Sobre todo si se tiene en cuenta que poco tiempo antes la había expulsado del palacio real tras acusarla de conspirar contra los Braganza para beneficiar a los Borbón.

Joaquina, una mujer a la que la historia retrató innumerables veces como malvada y otras tantas como una patriota española, debió seguir acumulando disgustos durante aquellas 8 semanas de ultramar. Al desaire de su marido le siguió un ataque de piojos que obligó a todas las mujeres de a bordo a rapar sus cabelleras. De suerte que al llegar a Río de Janeiro, las siempre curiosas mujeres cariocas tomaron aquel accidentado aspecto como un asunto de última moda europea, al que no tardaron en imitar.

La llegada a la tierra prometida fue un 22 de enero de 1808 cuando la vanguardia de la expedición llegó a San Salvador de Bahía, al norte de Brasil, y siguió luego lentamente hacia Río de Janeiro donde desembarcaron el 8 de marzo. Aquel día, una gigantesca fiesta organizada por los entusiastas comerciantes locales les dio la bienvenida, demostrando la alegría de la otrora capital colonial, que a partir de entonces pasaría a ser el beneficiado centro del Imperio portugués.

Con el correr del tiempo, Río fue adaptándose a las necesidades de una capital. Aparecieron los teatros, las bibliotecas, los edificios públicos, los palacios. El comercio con Gran Bretaña floreció alumbrando una nueva realidad en la ciudad y en buena parte del país. El resto de la historia es conocida, es la historia del gigante sudamericano. Pero una curiosa simetría vuelve a poner en escena el dilema de Juan VI. Casi 150 años después, Brasil vería mudar nuevamente su capital, esta vez a Brasilia. Pero aquella nueva epopeya reservaría para sus protagonistas un lugar diferente. El presidente Kubitschek y el gran arquitecto Niemayer iban a ser recordados como orgullosos símbolos del Brasil.

Sobre el príncipe Juan, por el contrario, iba a quedar por siempre una mancha: el abandono de Lisboa es aún una herida en el espíritu patriota de Portugal. Es por eso que los Braganza son aún víctimas de un tipo de crueldad muy particular y dañina, que solo puede ser aplicada por historiadores y difundida hasta el infinito por las maestras de escuela.

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