Por Pablo Taricco – @tariccopablo
(Nota del editor: Otra historia increíble relatada por nuestros hermanos de NTD.la, y que hemos obtenido de su archivo de crónicas para el deleite de nuestros lectores. Además, para complementar este relato, hemos incluido una notable playlist de rock boricua que viene a bien escuchar).
Dolores Sotomayor subió al tren en silencio y se sentó. Acomodó su saco sobre la falda, miró al andén a través del vidrio y trató de despejar sus pensamientos. La escena era cotidiana: miles de hombres y mujeres rumbo al trabajo, con sus trajes y sus sobretodos, con los sombreros puestos, con los chicos de la mano. Apurando el paso por los corredores, bajaban las escaleras y se encaramaban en la fila del tren. La terminal siempre la había impresionado. La Penn Station, como le decían los gringos, tenía unas columnas inmensas en la entrada. Y la altura de las cúpulas era tanta que si uno se paraba a mirar hacia arriba se mareaba.
Pero ese día no era igual al resto. A pesar del bullicio de una mañana cualquiera en Nueva York, a los ojos de Lola todo sucedía detenida y silenciosamente. Acababa de iniciar el viaje más importante de su vida, y el peso de esa decisión la hacía sentir más liviana. Rumbo a Washington DC, los suburbios se sucedían borroneados a través de la ventana del tren. El color gris del invierno iba cediendo paso a los colores de la primavera que ya asomaba en el cielo de la ciudad. Era un 1ro de marzo de 1954.
Acunados por el sonido de la locomotora, los recuerdos fueron apareciendo y la llevaron hasta la casa materna en la isla. Había nacido en 1919 en San José de Lares, un pequeño pueblo del noroccidente de Puerto Rico. Gonzalo Lebrón, su padre, era capataz de hacienda y ateo. Su madre, Rafaela Sotomayor había criado cinco hijos con dedicación. A mediados de los años 30 Lola decidió viajar a San Juan para estudiar costura, con la intención de migrar a los Estados Unidos luego y de conseguir trabajo. Una vez en la capital, comenzó a interesarse por la causa de la Independencia de Puerto Rico, hasta ese momento territorio norteamericano. Por esos días, miles de personas se movilizaban pidiendo la libertad del líder rebelde Pedro Albizu Campos, que permanecía detenido.
En 1940 partió rumbo a Nueva York para instalarse en la Pequeña Italia, un suburbio de trabajadores latinos ubicado en la zona céntrica de la ciudad. Los años la irían llevando lentamente hacia su destino. Para 1945 se convertiría en la principal referente del Partido Nacionalista de Puerto Rico en los Estados Unidos. A principios de los años 50, tras la derrota de la insurrección liderada por Albizu en la isla, Dolores Lebrón Sotomayor fue la elegida para poner en marcha la operación independentista más arriesgada que se hubiera intentado en suelo norteamericano.
– Excuse me– dijo la mujer con la que Lola compartía el asiento al pasar junto a ella para bajar en la estación de Filadelfia. El tren ya estaba a mitad de camino, a unas dos horas de Washington. Sentado al frente de Dolores iba Rafael Miranda, un boricua de 25 años, ferviente seguidor de la causa de la independencia, al igual que Irvin Flores, de 27, que iba un poco más atrás y luego Andrés Figueroa, de 29.
Los cuatro rebeldes aparentan no conocerse. Según lo planeado, deberán llegar a Washington y dirigirse directo al Congreso. Tras varias semanas de planificación, habían logrado un esquema bastante sólido. Antes, hubo que descartar decenas de opciones. Desde aquella tarde cuando la orden de Albizu había llegado, las perspectivas de éxito habían mejorado considerablemente.
Lola recordó aquel momento con la precisión de quién busca asegurar un significado: Ruth Reynolds, una militante social y religiosa que simpatizaba con la causa trajo el mensaje. Venía directo de la isla, donde se había reunido con Albizu Campos. Atravesó la puerta de entrada del merendero y se dirigió a la mesa del fondo, esquivando el barullo cotidiano del restaurante. Allí la esperaba Dolores, algo impaciente. Se sentaron frente a frente. Hacía frío afuera, y Ruth traía las manos dentro de un sobretodo gris que le llegaba hasta las rodillas. Del bolsillo derecho sacó un papel y lo deslizó sobre la mesa. De puño y letra, el jefe daba una orden delirante: atacar la Casa Blanca, el Capitolio, el Pentágono y el Tribunal Supremo de Justicia.
Primero, un instante de sorpresa, luego un escalofrío recorrió el cuerpo de Lolita. ¿la Casa Blanca, el Pentágono, el Congreso y el Tribunal Supremo? ¿Era una hazaña o una locura? Hubo un segundo de vacilación, pero luego tomó el papel, lo metió en su boca y lo masticó lentamente hasta tragarlo.
Todos lo sabían: Atacar los cuatro sitios era técnicamente imposible. No había ni dinero, ni personal, ni capacidad de planificación suficiente para tamaño atentado. Además, si el objetivo era darle visibilidad al grito de libertad de Puerto Rico, suficiente sería si llevaban adelante con éxito al menos una de las misiones. En eso se concentraron. Cuando consolidaron un plan, Lola convenció a la Dirección del Partido sobre la conveniencia de atacar ese solo punto: el Capitolio.
Ahora era el momento y ya no había vuelta atrás. Cuando el tren se detuvo en Washington, la suerte estaba echada. Ninguno tenía pasaje de regreso. En el fondo todos sabían que aquella acción era suicida. Al salir de la Unión Station Lola compró una cartera de dama bastante coqueta y puso adentro las dos cosas que traía consigo: una Luger calibre 45 semiautomática y una pequeña bandera de Puerto Rico. Apenas 15 minutos a pie los separaban del Congreso, así que iniciaron la marcha.
El resto de la historia transcurre en apenas algunos flashes. Los cuatro entran decididos al edificio y se instalan en diferentes puntos de los palcos. Aquel 1ro de marzo, el Congreso debatía la conveniencia de una modificación a la ley migratoria. Eran exactamente 243 los congresistas presentes, y a las 2.42 pm Lolita dió la orden: de pie, con la bandera de la isla en la mano izquierda, y su arma en la derecha, gritó “Free Puerto Rico now!”.
En ese instante se oyeron decenas de disparos. Los cuatro puertorriqueños vaciaron sus cargadores desde los palcos. El recinto era un caos: gritos, corridas, hombres de traje arrastrándose por el suelo, y el ruido sordo de las balas retumbando en el salón. Durante algunos minutos, aquel comando boricua sometió a sangre y fuego al Congreso de los Estados Unidos, proclamando un “Puerto Rico Libre” en la capital colonial.
Pero a la policía le llevó sólo algunos minutos determinar la ubicación de los atacantes. La gran mayoría de los diputados habían logrado escapar. Cinco de ellos habían caído heridos en sus bancas. Ni un solo muerto. La seguridad no tardó demasiado en reducir a los atacantes, y cuando Dolores Lebrón salió del Congreso esposada, media docena de periodistas se habían apostado fuera del Capitolio.
“Yo no vine a matar a nadie” le dijo Lolita al agente, justo antes de ser metida a la fuerza dentro del patrullero, “Vine a Morir por Puerto Rico” .