Por Emiliano Gullo – @emilianogullo

(Nota del editor: Hemos encontrado otra joya en los archivos de nuestros hermanos de NTD.la, una historia increíble que esperemos mucha gente lea. Para darle color musical, hemos añadido una playlist llena de rock, blues, ska y punk, que huele y sabe a todo el alcohol que puedan servir en todos los bares del continente). 

Un hombre está tirado en la calle. Apenas puede moverse, menos hablar. Calcando su figura se recuesta una botella de “Soldadito”; del alcohol puro que envasó ya no queda ni el olor. El borracho se llama Víctor Hugo Viscarra, el escritor más mítico y revulsivo que haya conocido Bolivia. Hasta el día de su muerte, en 2006, Viscarra hizo de la marginalidad, el alcoholismo, la drogadicción, y el sexo y el crimen, los pilares de una escritura que rompió con el statu quo literario de su país.

«Vivo en la calle y nunca tengo plata. Soy un pobre muerto de hambre. Entonces, ¿qué más realidad que esa para escribir?», dijo en una entrevista, poco antes de morirse en La Paz, la misma ciudad donde había nacido un 2 de enero de 1958. Su currículum dice que a los pocos años de nacer fue a parar a un albergue para niños. Después se encontró brevemente como novicio en un seminario católico hasta que descubrió al comunismo. Se afilió al PC boliviano y militó durante años. Sobre sus trabajos formales aparece un puesto en la Casa de la Cultura de Cochabamba y la Aduana. Pero en ninguno duró mucho. Su escritura venía empujando desde su infancia. Dijo, también una vez, que comenzó a escribir a los 12 años como una manera de sacarse de encima los maltratos familiares. Y más adelante en su vida, la escritura le permitió asimilar las durezas de la calle para transformarlas en energía vital. “Allí, con mis delincuentes,mis putas, mis maracos, mis mendigos y mis ladrones me siento en casa”, le dijo una vez al periodista Alex Ayala Ugarte.

Sobre su obra más biográfica –Borracho estaba, pero me acuerdo– Viscarra se lamentaría poco después de publicarla. “He tratado de liberarme de mis demonios. Pero no lo he conseguido. Al contrario, estúpidamente me he abierto heridas que pensé que estaban cicatrizadas”. Escribe en Cicatrices de la vida, el primer relato de ese libro.

“Nací viejo. Mi vida ha sido un tránsito brusco de la niñez a la vejez, sin términos medios. No tuve tiempo para ser niño. Hay una pelota nuevita, guardada en algún rincón de mis recuerdos. Lo más lógico ha de ser que yo sea un verdadero niño cuando me llegue la vejez. Para ella, es cierto, uno tiene tiempo de sobra. Presumo que ha de ser a los cuarenta y nueve años, pues si llego a los cincuenta me suicido. Nacionalizo una pistola y me pego un tiro”.

Más adelante, en el mismo texto, recuerda el vínculo que tenía con su madre. “Ella era muy nerviosa, padecía una especie de mal de rabia. Cualquier cosa la ponía furiosa, la sangre se le subía a la cabeza y ya no veía nada. Todo se nublaba y empezaba el huracán. Acostumbraba a pegarnos con palo de escoba. Rompió varias escobas en mis espaldas y en las de mi hermana; si no quedamos inválidos fue porque, dicen, los niños son muy resistentes a los golpes”.

En Borracho estaba, pero me acuerdo aparece uno de sus relatos más conocidos, El Cementerio de los elefantes. Viscarra lo describe con una claridad intensa. “Para los que buscan morir al pie del cañón, es decir los que quieren suicidarse bebiendo sin parar, está el traguerío de doña Hortensia, más conocido entre los artistas como el Cementerio de los elefantes”. Y después, como en un ofertón de supermercado, el “bukowski” boliviano -obvio apodo le adosaron- dice sobre el bar:

“El artista que, tras haber decidido suicidarse con trago, ha macheteado suficiente dinero para este fin, puede quedarse en el local. No para dormir sino para continuar la farruqueada toda la noche. Más la tarraya no la realiza en el patio, porque en vez de morir intoxicado puede terminar resfriado, por lo que doña Hortensia hace entrar al suicida en un pequeño cuarto y ahí lo acomoda para que el susodicho termine apaciblemente con su existencia”.

Estuvo a dos años de cumplir con su profecía. A sus 48 años sufría de reumatismo, neumonía crónica, alteraciones digestivas y una cirrosis galopante. La mañana del miércoles 24 de mayo de 2006, su cuerpo lo dejó en la cama de un hospital de La Paz.

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