Por José Gandour @gandour

Hablando de deidades, siempre preferí las historias de los dioses griegos, aquellos seres celestiales que, aunque poderosos, tenían sus rabias y debilidades. Esos dioses se sentían más humanos, más cercanos a nuestras glorias y debilidades. Al mismo tiempo, siempre sentí un poco de desconfianza hacia la figura de un dios único, intocable, inequívoco, al que no se podía cuestionar, que nunca se mostraba y que, en medio de su soberbia, parecía estaba dispuesto a decepcionar a todos por su desidia y su silencio eterno. Está claro que pensando así, no llegaré nunca al paraíso monoteista ni seré bien recibido en ninguno de los templos contemporáneos, donde sólo hablan de castigo por desobediencia y premios insignificantes para los fieles.

A partir de ello, sé que es molesto para muchos eso de decir que Diego Armando Maradona es D10s (no olvidar nunca incluir los números en mención). Les parece una infamia y cada vez que «el pelusa» se muestra fragil y revela la mortalidad que todos, al fin y al cabo, contenemos, se emocionan de manera vil y despreciable. Como si el Diego les hubiera hecho algún daño, como si alguna de sus acciones hubiera sido ejecutada en contra de ellos. Parece que alguna de sus gambetas fracturó sus corazones o uno de sus goles destruyó sus ilusiones de amor, de otra manera no se explica tanto odio. Algunos hipócritas se sienten con derecho de juzgar y nunca perdonar las imprudencias y excesos de Maradona, como si hubieran hecho de sus vidas un ejemplo innegable a seguir o pudieran dar lecciones de moral. Igual, lo que más le reprocho a ese tipo de críticos insensatos es su falta de humor, su amargura infinita contra un personaje que logro hacer felices a millones de aficionados sin pedir siquiera sus aplausos para celebrar.

Yo soy devoto maradoniano desde que el Diego jugó el mundial juvenil de Japón en 1979. Con apenas 19 años, le advirtió en ese entonces al mundo que había una nueva figura en el panorama deportivo. Leía acerca de sus proezas en los ejemplares de la revista El Gráfico que le enviaban desde Montevideo a un uruguayo compañero de colegio. Este compañero, llamado Roberto, tenía cassettes con las narraciones de sus goles y pegaba en sus cuadernos las imágenes de sus festejos. Luego, en 1982, sufrí la expulsión del Diego frente a Brasil, consecuencia de su rabia inexperta, en un mundial que no era todavía el suyo, pero en el que ya anunciaba lo que se venía.

22 de junio de 1986. Ciudad de México. Ese es el día. El que me diga que vio ese partido frente a Inglaterra por televisión y se dió cuenta de inmediato que el primer gol de Argentina fue hecho de manera tramposa es un mentiroso. Pero igual, no se trata de hablar de ello. Lo sucedido después es uno de los momentos más emocionantes que el deporte internacional ha tenido en su historia. La mejor forma de describirlo fue expuesta en directo por el narrador Victor Hugo Morales de manera inmejorable:

«…la va a tocar para Diego, ahi la tiene Maradona, lo marcan dos, pisa la pelota Maradona, arranca por la derecha el genio del futbol mundial, y deja el tercero y va a tocar para Burruchaga… Siempre Maradona! Genio! Genio! Genio! ta-ta-ta-ta-ta-ta-ta… y Goooooool… Gooooool… Quiero llorar! Dios santo! Viva el futbol! Golazo! Diego! Maradona! Es para llorar perdonenme… Maradona, en una corrida memorable, en la jugada de todos los tiempos… barrilete cosmico… de que planeta viniste? Para dejar en el camino tanto ingles, para que el pais sea un puno apretado, gritando por Argentina…. Argentina 2 – Inglaterra 0… Diegol, Diegol, Diego Armando Maradona… Gracias dios, por el futbol, por Maradona, por estas lagrimas, por este Argentina 2 – Inglaterra 0… «

Ese día me encontraba en las residencias universitarias donde viví durante un par de años mientras comenzaba mis estudios de Ciencias Políticas en Madrid. Estaba en un salón lleno de españoles de provincia que, por alguna estupida razón, odiaban todo lo que oliera a Sudamerica, y, por otro lado, unos cuantos latinos con ganas de reírse en la cara de esos pobres resentidos. Pasaba el minuto 55 del partido y se dió esta maravilla frente a ciento catorce mil quinientos ochenta aficionados asistentes al estadio Azteca y a millones de televidentes que no pudieron más que inclinar su cabeza y admitir que lo ocurrido era, al menos, digno de reconocer por su extraordinaria belleza. Si, por supuesto, ese día frente a varios enojados ibéricos, lloré y fui feliz. No hay que negarlo.

Pasaron luego los dos goles frente a Bélgica y luego ese gran pase a Burruchaga en la final frente a Alemania. Luego fue ver a un solo hombre llevar a un equipo de pocos recursos, antes perdedor, a ser ganador de la liga italiana, por encima de los millonarios del norte. Y si, luego la desgracia llegó, y en ese momento recordamos que Diego era un humano, que también podía caer en la miseria. 

Igual nunca comprendí, como lo dije antes, el odio que algunos han sentido de siempre y que han procurado transmitirle a sus hijos y a los hijos de sus hijos. Aquellos desdichados que festejan cada vez que un mentiroso anuncia la muerte del astro, aquellos que tienen esa animadversión cubiertos de una falsa autoridad moral , no le disculpan los tiempos de la cocaína, sus ironías, sus decisiones políticas y, especialmente, el amor que tiene un pueblo por su figura. Les jode (si, dicho asi, les jode) que existan atrevidos que lo llamen D10s y que le agradezcan haber llenado de regocijo algunos momentos de su vida. Igual, lo único que digo es que ellos se lo pierden. Yo vi a Maradona jugar y luego lo vi generoso con sus palabras y su buena onda. Decidí desde el comienzo quererlo, comprendiendo y aceptando sus defectos. Diego Armando Maradona es una deidad imperfecta, mortal, frágil por momentos, pero en muchos momentos de mi vida me sacó la mejor de mis sonrisas y eso ya es suficiente para mi.

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