Por equipo de Zonagirante.com @zonagirante

Arte portada Zonagirante Estudio 

«es pop. por po-pu-lar, porque le llega al pueblo, y el pueblo lo celebra» (lo escuchamos en un bar  o en cualquier sitio inhóspito por ahí )

Hubo un tiempo en que lo «pop» era casi una mala palabra. Sonaba a fórmula, a estribillo pegajoso sin alma, a videoclip con coreografía reciclada. Pero eso ya no corre. O por lo menos, no en Argentina. Porque lo que hoy domina la escena no sale de fábricas de hits prefabricados, sino de habitaciones desordenadas, voces rasposas, y playlists que mezclan autotune con guitarras rotas, barras crudas con melodías dulces, y rabia con fiesta. El nuevo pop argentino es callejero, feminista, queer, regional, global, militante y hasta romántico cuando le da la gana. Y sí, es popular. Muy popular. Tanto, que ya no necesita excusas ni definiciones forzadas. Se planta en festivales, arrasa en reproducciones, y levanta el volumen sin pedir disculpas. Esto no es una moda. Es una mutación.

La escena no es uniforme, ni pretende serlo. Se mueve entre sonidos que a veces rozan el trap, otras se abrazan al punk, y en más de una ocasión reviven el bolero con base electrónica y voces fragmentadas. Lo que une a estas canciones no es un género, sino una actitud: la urgencia. No hay tiempo para el virtuosismo ni para el maquillaje sonoro. Hay que decirlo todo, ahora. Aunque desafine. Aunque moleste. Aunque se le cierre la garganta al micrófono. Y así, entre beats ásperos, guitarras filosas, samples de memes y letras que mezclan angustia con ironía, se está escribiendo un nuevo capítulo de la música popular latinoamericana. Uno que incomoda a los conservadores, saca canas verdes a los puristas y —por raro que parezca— ya fue abrazado por los grandes festivales y las discográficas que antes lo ignoraban.

Hay nombres que ya no se pueden esquivar. Wos hace tiempo dejó de ser solo un campeón de freestyle para convertirse en un cronista generacional con guitarra y batería. Ca7riel y Paco Amoroso siguen escupiendo beats que suenan a calle, ciencia ficción y parrillada punk. Marilina Bertoldi es un huracán de riffs, sudor y sexualidad sin filtro. Y Lali, sí, Lali, aprendió a bailar sobre los escombros de lo mainstream y a cantar con fuego en la boca.
Pero no son solo ellos. Hay una camada inmensa —con más actitud que presupuesto— que desde sellos independientes, cuartos con colchones en la pared y celulares en modo estudio, está llenando de himnos las redes y los escenarios. Sus letras hablan de ansiedad, deseo, miedo, bronca, amor no romántico y política sin panfleto. Canciones que no quieren gustar: quieren dejar marca.

Mientras tanto, en buena parte del continente, las cosas se mueven con menos vértigo. En países como Colombia, por ejemplo, el mapa musical alternativo parece haberse congelado en una galería de artistas consagrados que ya pasaron los cuarenta, cuando no los cincuenta. Grandes nombres, sí, con carreras sólidas y propuestas respetables, pero que rara vez se arriesgan más allá de lo que el circuito espera. Lo nuevo, cuando aparece, suele quedar atrapado entre el tributo nostálgico y la fórmula segura. Falta ese descaro generacional que en Argentina se volvió marca de fábrica. Esa urgencia por romper sin pedir permiso, por reírse del estatus, por cantar sobre la precariedad emocional, el colapso ambiental o el sexo no normativo, sin solemnidades ni conceptos pretenciosos. Y tal vez el problema no sea de talento, sino de contexto: de oportunidades, de medios que apuesten, de público que escuche sin prejuicios. Pero eso no le quita mérito al fenómeno argentino. Al contrario: lo subraya.

Lo más fascinante de esta camada no es solo su energía o su desparpajo. Es su capacidad de crear lenguaje. Musical, visual, estético, incluso afectivo. Se apropian del autotune como un recurso expresivo y no como disfraz. Intervienen la cumbia, el folklore, el rock, el rap y la música electrónica como si fueran plastilina. Y lo hacen sin pedir permiso a los géneros ni a los guardianes del buen gusto. A veces cantan desde el dolor, otras desde la fiesta más descontrolada, y muchas veces desde ese lugar híbrido donde la risa y el llanto se cruzan en la misma estrofa. Hay algo de performance en todo esto: los videoclips son cortometrajes, las portadas son collages salvajes, los shows parecen manifestaciones artísticas antes que recitales convencionales. Y por más que suban al escenario de un Lollapalooza o firmen con una major, siguen arrastrando consigo el eco del cuarto de ensayo, del barrio, del colectivo social que los respalda. El pop argentino de hoy no se disfraza de marginalidad, la habita con naturalidad, y por eso conecta con miles.

Pero toda explosión corre el riesgo de volverse rutina. Y cuando el sistema detecta vitalidad, no tarda en querer embotellarla. El nuevo pop argentino, con toda su fuerza y rareza, ya está siendo absorbido por los grandes festivales, las playlists curadas por algoritmos y las marcas que buscan rebeldía empaquetada en stories de 15 segundos.

No es que esté mal querer vivir de la música ni firmar con una discográfica. El problema aparece cuando la urgencia se convierte en pose, cuando se suaviza el discurso para no incomodar al sponsor o cuando las narrativas empiezan a repetirse porque “eso funciona”. Ya se ven algunos síntomas: fórmulas recicladas, feats innecesarios, sobredosis de marketing “auténtico”.

La buena noticia es que esta generación parece más lúcida que otras. Muchos artistas son conscientes del riesgo, y usan esa visibilidad como arma, no como cárcel. El desafío será mantener ese filo, ese impulso inicial que los sacó del cuarto a reventar parlantes sin pedir permiso. Que el ruido no se convierta en eco.

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