Por José Gandour @zonagirante
Este es un relato muy personal. Me sabrán disculpar. Gran parte de lo que escribiré en esta crónica es un cúmulo de recuerdos entre Bogotá y Buenos Aires, a mediados de los años noventa. Comienzo esta nota, después de ver que la agrupación argentina Juana La Loca, liderada por Rodrigo Martín, sigue su gira por los treinta años de su primer larga duración llamado Electronauta. La verdad es que este disco fue publicado a finales de 1993, y por insistencia de un par de amigos, Iván y Felipe, quienes tenían su propia agrupación llamada Yuri Gagarin y los correcaminos, pude obtener una copia de este álbum. En ese momento yo vivía pegado a los audífonos escuchando muchas placas del sonido Madchester, ese que se propago al oeste de Inglaterra desde finales de los ochenta, con producciones notables como la primera publicación de The Stone Roses, Some Friendly de The Charlatans, y con cassettes unos años más viejos, con más ruido y procedente de Escocia, como Psycocandy, de The Jesus and Mary Chain. Todo lo que sabíamos de ese tipo de música venía lo que escuchábamos en Barbie, el bar al norte de la ciudad propiedad de Héctor Buitrago, de Aterciopelados, y de lo que cada uno veía en las revistas (físicas, nada virtual) que llegaban por ahí y que nos forzaban a aprender más inglés de lo esperado, como Raygun, Spin y NME (por cierto, Rolling Stone era demasiado «gringa» para nuestros gustos). Éramos ñoños, demasiado nerds en materia de sonidos, detestábamos muchas cosas de lo que sucedían en el rock bogotano, que, en general, era demasiado protocolar, demasiado purista y conservador. Pero, ¿era posible que alguien, de este lado del charco pudiera sostener proyectos similares a los de esa movida inglesa, sin morir en el intento?
Para nuestro deleite, primero llegó Colores Santos, de Cerati-Melero, y luego vino Dynamo, de Soda Stereo. en 1992, y a esas cintas les dimos todo el palo del mundo, pero eso era Cerati, era Soda Stereo, era otra liga, ellos tenían todo para hacer lo que se les daba la gana y pensábamos que eso acá no se podía lograr, y menos en un ambiente donde las radios detestaban a los músicos locales y más a los que querían jugar a ser diferentes y se disfrazaban de raros. Por supuesto, las casas disqueras ni se asomaban por ahí, eso era como darle merengue a un burro. La esperanza estaba lejos, pero creo que las cosas cambiaron cuando escuchamos Electronauta. El placer hallado era más cercano, podía haber un referente más próximo a nuestros intereses. En 1996, la curiosidad, el aburrimiento y la confusión con todo lo que estaba viviendo en Bogotá, me hicieron a los 31 años irme a estudiar nuevamente, y meterme en T.M.A. La Escuelita, en Gascón y Corrientes, en plena Buenos Aires, a estudiar técnicas de grabación de audio. Y uno de los discos que me hizo decidir todo esto, junto a Trance Zomba, de los Babasónicos, fue Electronauta.
Por felices coincidencias de la vida, conocí a los dos días de mi llegada a la amiga de la persona que me recibía, quien resultó siendo siendo la esposa de uno de los integrantes de la clásica banda Virus. Ella, que me llevó a la escuela en su auto esa tarde, quiso saber por qué estaba en Argentina. Le conté un poco mi historia y entonces me preguntó que qué conocia de la música del momento, y al nombrarle a Juana La Loca, me contó que conocía al baterista y que me lo podía presentar. Aitor Graña, quien también tocaba con Virus, me llamó luego y me invitó a unas cervezas para averiguar que hacía este perdido personaje bogotano por esos lares y entonces hablamos por muchas horas de todo. Durante la siguiente semana conocí a los demás, incluyendo a Rodrigo Martín.
Ellos estaban en esos días promocionando su segundo álbum, Revolución, y de sonso, luego de mucha cerveza y otras bebidas espirituales, acepté hacer las veces de sonidista, sin tener la más remota idea del oficio. Yo apenas llevaba unas cuantas clases y, por porfiado, me puse detrás de una consola y entre feedbacks y sudores, cumplí con ese trabajo en cuatro o cinco ocasiones, pero luego de una horrible fecha en Mar del Plata, en la que no pegué pie con bola, me echaron de manera justificada del cargo, y, por ello, seguí emborrachándome sin culpa durante el resto de sus conciertos. Con Rodrigo nos inventamos varios cocteles destructivos, a los que llamamos, si mal no recuerdo, Flaming Nikki Lauda y el Tren Valencia. Eran combinaciones que, estoy seguro, borraron varios apartes de mi memoria por intoxicación.
Estuve un año en Buenos Aires. Después de todo ese tiempo y de conocer gente increíble a través de ellos, incluido el mismísimo Daniel Melero, su primer productor, el que dirigió la grabación de Electronauta, perdí el contacto, y sólo pude recuperarlo con Aitor y Gastón (el bajista de aquel entonces) por el boom de Facebook o algo parecido. Con Rodrigo no volví a hablar. Un día, con la gente del Instituto Distrital de Cultura y Turismo, intentamos contactarlo para que viniera con su banda a tocar a un concierto de rock alternativo en el Auditorio de la Media Torta, donde también iban a presentarse mis amigos, los de Yuri Gagarin. Mandamos correos electrónicos, y hasta alcanzamos a llamar por teléfono, pero nadie contestó. Luego me enteré de los conflictos de Rodrigo con el resto de la banda, y la cantidad de músicos que pasaron por ahí, aguantando su peculiar estilo de vida. En un viaje de regreso a Argentina, quise ir a verlo a una presentación en Olivos y darle la sorpresa, pero, por cosas de la vida, terminé a cincuenta kilómetros de ahí, viendo a una de mis actuales agrupaciones favoritas, Norma, en su ciudad natal, La Plata.
Casi mil palabras ya, y aún no hablé de Electronauta como disco en si. Perdonen. Pero bueh, comencemos con lo obvio: El álbum esta conformado por once increíblemente ruidosas canciones. Pero ojo, esto no era el virtuosismo guitarrero del cual desde siempre he huido, Aquí son muros de distorsión con el fin último de envolver a la audiencia en un ambiente psicodélico particular. Alguien dijo de Psycocandy (¿se acuerdan? The Jesus and Mary Chain) que era «una motosierra en medio de un huracán». Quizás, podríamos acudir a esta frase para hablar de Electronauta. Este es un disco de elegante pop invadido por agudos acoples que contrastan con las exquisitas melodías vocales de Rodrigo. Es ensordecedor atrevimiento alucinante que quiere disimular su fervor con una sonrisa inocente. Los textos hablan de amor en muchas formas, tanto con ternura enardecida, como acudiendo poéticamente a la crudeza. Hay deseo carnal y también hay ilusión. Y hasta hay un grado fascinante de ironía, como se puede observar en una tonada como Cupido, que es un himno impecable referente al sexo oral, uno de los mejores instantes del compilado. También, para destacar, están A la puerta del sol, Lo más tierno hoy, y la más popular de esta placa, Autoejecución. Aquí hay 40 minutos de música, que, después de tres décadas, sigue siendo material para disfrutar.
En fin, veo con alegría que Rodrigo Martín sigue en carretera, luciendo mejor que en otros días, haciendo valer en escenario lo mejor de su talento frente a su renovada audiencia, que todavía cree en el poder del shoegaze (mejor llamado desde aquella época «pop sónico») y la redención de las viejas glorias. Eso me genera un sincero motivo de festejo.