Por José Gandour @gandour

Tenía un compañero uruguayo en el colegio, era de apellido Gerstenblüth. Era hincha de Peñarol a morir. Le pedía a sus amigos en Montevideo que le mandaran cassettes con la locución de los partidos de los «Aurinegros», para no perderse detalle de su equipo. Igual, al lado de las cintas, curiosamente le llegaban los últimos ejemplares de El Gráfico, los cuales, cuando iba a su casa, me sentaba a leer por horas y horas, aunque no entendiera muchos de los detalles que ahí se narraban. Era 1979, y mi amigo uruguayo hablaba con devoción de un jugador que apenas era mayor de edad y ya era un ídolo para muchos de lado y lado del charco rioplatense. Me mostraba la foto de este chiquito saltando con la camiseta de la selección de Argentina mientras celebraba uno de sus goles en el mundial juvenil de Japón. En ese momento a ese chiquito lo llamaban «Pelusa» y, sin haber visto una sola de las transmisiones de sus juegos, yo ya estaba dispuesto a celebrar sus proezas. Cada vez que iba a la casa de Gerstenblüth, me enteraba de las últimas novedades de la carrera de este jugador de Argentinos Juniors, de cuando le marcó cuatro goles al Loco Gatti después que el arquero lo llamara «gordito», y de cuando, a los pocos meses, fue adquirido por Boca Juniors. En Colombia, en aquellos días, en la mañana de los sábados en la televisión pasaban un programa llamado Futbol, el mejor espectáculo del mundo, donde mostraban resúmenes de partidos de Alemania, España y, de vez en cuando, de Argentina. Creo que ahí fue la primera vez, por fin, que vi jugar al Diego, con la camiseta de los bosteros. Ahí confirmé su magia. 

En 1986, estaba en mi primer año universitario en Madrid, y en el comienzo del verano disfruté a pleno el mundial de México, encerrado en el salón de la televisión del Colegio Mayor de Nuestra Señora de Guadalupe, mi residencia. La mitad de los habitantes de ese edificio eran españoles de provincia, muchos de ellos señoritos de su pueblo, donde seguramente les aceptaban las tonterías y los desprecios que disparaban contra todo lo que les pareciera diferente, y donde seguramente les acolitaban su ignorancia y su racismo. La otra mitad estaba conformada por «sudacas», en su mayoría estudiantes de posgrado, uno que otro ahora medio famosillo por haber hecho parte del gobierno de su país, de aquellos que llegaron a España con alegría y que la nostalgia los carcomió a los pocos días de su llegada. Imaginen esa mala combinación de tribus en un cuarto de 50 metros cuadrados, viendo Argentina contra Inglaterra. Ya ustedes saben, por supuesto, todo lo que pasó ese día en el estadio Azteca, pero en el Guadalupe de milagro no se dio una batalla campal en cada jugada. Los señoritos de pueblo, aquellos que antes de salir de su villa juraban que los que veníamos allende los mares éramos brutos, ladrones y violadores de sus novias, se vistieron moralmente con los trajes de la corona británica, y más de uno festejó «la epopeya» de la Thatcher en las Malvinas. Del otro lado, uno que otro argentino, si, pero la mayoría eran colombianos, peruanos, ecuatorianos, mexicanos y venezolanos, tan ofendidos con su contraparte, que adoptaron a Maradona y a los suyos como bandera común. Y si lo piensan bien, esa escena del Diego simbolizando a los ajenos, a los renegados, a los rechazados, fue una constante en cualquier parte del planeta. 

El partido que más disfrute del mundial del 90 fue cuando Argentina se enfrentó a Italia. Ese lo vi con mi vecino, un porteño que trajo un par de amigos más a su piso en el barrio de Malasaña. Hacía un calor insoportable y teníamos las ventanas abiertas de par en par, aunque fuera ya de noche. Las imágenes del tobillo de Maradona del tamaño de una pelota de beisbol eran preocupantes. Comenzó Italia ganando, gol de Salvatore Schillaci a los 16´del primer tiempo. Apenas el balón tocó la red, escuchamos el rugido de los habitantes del barrio. Para provocarlos, comenzamos a cantar cual barra brava para que todos los que nos escuchaban nos insultaran. Y llegó el 67′ y Claudio Paul Caniggia, de cabezazo venció a Walter Zenga, y ahí si que el barrio nos odió, sin saben dónde estábamos. Luego los penales, y Sergio Goycochea se vistió de héroe, atajando los tiros de Roberto Donadoni y Aldo Serena. La alegría no era solo brasilera (no, mi amor). La sonrisa del Diego ese día estaba lista para enmarcar y estampar en el corazón. 

Yo, hasta el día de hoy, siendo tan sensiblero como soy, recuerdo solo tres veces en las que he llorado de tristeza por asuntos del deporte. Una de ellas fue el día que Kareem Abdul Jabbar jugó su último partido el 13 de junio de 1989, en el último episodio de las finales de la NBA entre Los Angeles Lakers y Detroit Pistons. La segunda vez fue el 7 de noviembre de 1991, cuando Earvin «Magic» Johnson anunciaba haberse contagiado de HIV, y la tercera fue cuando Maradona dio positivo en el antidopaje por consumo de efedrina, en 1994, en Estados Unidos, luego del partido contra Grecia. El día que «le cortaron las piernas». Eso, sumado a lo ocurrido con Andrés Escobar, hizo que ese fuera un mundial horrible.

Siempre adoré, admiré y amé a Diego Armando Maradona. Siempre me reí con sus legendarias ocurrencias, festejé cada una de sus frases contra los poderosos de la FIFA, sus ironías contra uno que otro personaje político nefasto. Lo entendí, aunque no compartí, muchos de sus apoyos a otros líderes mundiales. Cualquiera en su lugar hubiera adoptado la posición más cómoda, la que tuvieron colegas como Pelé, Platini, Beckham. Al fin y al cabo son futbolistas, no insurgentes,  y lo que se les ha pedido siempre ha sido jugar bien, emocionar a sus fanáticos y aceptar la realidad del mundo tal cual es. Nadie dice que estos jugadores hicieron algo indebido. Es más, hicieron excesivamente todo lo correcto.  Nunca mordieron la mano que los alimentaba.  Nunca chistaron frente al poder. Pero igual, ¿cuántos himnos populares le compusieron a Pelé?, ¿cuántos aficionados se tatuaron la imagen de Platini en el pecho?, ¿cuántos estadios tienen de manera honesta y sentida el nombre de Beckham en la puerta?. Perdón, pero yo estoy del lado de los Cantoná, los Cruyff, los Mágicos González, los que supieron desde el comienzo que el juego iba más allá de la danza de los millones, los grandes patrocinios, el saludo respetuoso a los mandatarios y la resignación frente a la crueldad. Y pongo frente a ellos, con pedestal de aquí al cielo, al mismísimo Diego.

Y aquellos que se sienten tan puros y tan dignos, aquellos que siempre detestaron a Maradona por sus incidentes, por sus equivocaciones, por sus vociferaciones, esas que desde sus púlpitos más hipócritas calificaron de groseras y provocativas, les digo: Los entiendo. Seguro que sus ídolos siempre tuvieron el comportamiento más adecuado y digno de ser reseñado en intachables letras doradas. Los respeto. Pero yo prefiero a un tipo que, con todas sus torpezas y pecados, produjo en mí la mejor de las sonrisas y el más fuerte de mis gritos de festejo. Fue tan humano como todos nosotros, pero igual fue el único D10s que vi en mi vida y que extrañaré.

Posdata: hace unos meses grabé este podcast sobre Maradona. Los invito, si lo desean, a repasarle en su memoria.

 

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