Por José Gandour @gandour

(Nota del editor: Este es un relato publicado inicialmente hace unos años en un taller sobre ilustración, un ejercicio hecho para un grupo de desubicados que no entendimos nunca qué hacíamos ahí. De todos modos, la experiencia fue grata y tuvo, en mi caso, como resultado un par de piezas, entre las cuales están estas palabras que, espero, no hayan envejecido). 

Ser hombre hoy, teniendo 49 años, significa recordar que el mundo ha cambiado velozmente y que todos los referentes que nos rodearon cuando éramos niños han caído uno tras otro y quizás por eso ahora somos seres desubicados, entes que transitan con un disfraz diferente al que usaban nuestros padres, y unas tradiciones definitivamente contrarias a las que seguían nuestros abuelos.

Ser hombre cuando era niño era creer sin duda alguna que había un sexo fuerte (nosotros) y que eso traía unas obligaciones (traer la comida a casa, ser el dueño de los pantalones de mando, ser duro hasta la insensibilidad so pena de caer en maneras femeninas, retar al que se atravesara en nuestros propósitos so pena de lucir cobarde frente a los demás) y conllevaba unos derechos (tener la palabra y el grito correcto, tener la violencia de nuestro lado, ser dueños de la infinita estupidez y creer que eso era la sabiduría, ser amos del infinito perdón y nunca concederlo a nuestros adversarios). Eso era lo que el hombre que se sentaba en la cabecera de la mesa nos decía a la hora de comer y lo creíamos palabra divina.

Luego, en los momentos de la primera afeitada y el acné, ser hombre era soñar con ver algún día desnuda a Virginia Vallejo o Nohra Perfecta Pereiro, y excitarse con cualquier chica bonita que apareciera en la televisión local luciendo el tan copiado corte de pelo de Farrah Fawcett. Era aprender a bailar pegado a temprana edad para tener alguna oportunidad de levante en las fiestas del colegio, susurrar el merengue de moda en los oídos de la compañera de pista y tratar de entrelazar las piernas mientras el chucuchucu del momento nos permitía usar las vueltas sobre el piso de madera como excusa para lograr algún avance, alguna señal. Ser hombre en aquella adolescencia era saber que volveríamos a casa solos pero tener la oportunidad de contarle a los amigos en el regreso cuán valientes y audaces habíamos sido durante aquella noche. Unos años después comprendimos que, en ese duro camino de crecimiento, éramos más hombres cuando nos reíamos de nuestros fracasos y que todo lo que había sucedido no tenía nada que ver con la culpa o con el desprecio. Ya poco a poco no calificábamos a las mujeres de putas por haberse dejado dar un beso rápidamente ni las insultábamos llamándolas perras por haberse negado a estar con nosotras. Ahí comenzamos a ser diferentes a los que nos precedieron.

Luego tuvimos la oportunidad de viajar y ser hombres era enfrentarnos a otros nuevos paisajes. Era escuchar otras canciones, leer otros libros. Era darse cuenta que éramos mucho más conservadores de lo pensado. Nosotros, que creíamos que teníamos la vanguardia de nuestro lado, estábamos casi al final de la fila. Era momento de decidirnos si queríamos acelerar el viaje o si nos quedábamos en la esquina defendiendo lo ya obtenido. Era entender algo que aún nos sigue arropando hoy: sólo somos dueños de nuestras dudas, sólo poseemos nuestras debilidades. Las palabras del hombre de la cabecera de nuestra mesa no nos servían de nada en ese momento. Habían sido útiles para él y por eso había logrado llegar a viejo, pero a nosotros esas palabras sólo nos acompañaban como injusta carga.

Hemos vivido décadas veloces, años donde las certezas duran pocos segundos. Los chinos le expresan a sus enemigos, a manera de maldición, el deseo de verlos transitando tiempos interesantes. Tiempos de cambio, tiempos de caos, donde todo da vuelta y nada es estable. Ser hombres, entonces, es dar la bienvenida a esa maldición sin saber realmente si es o no una buena decisión de nuestra parte.

Somos una generación de hombres que mira hacia el pasado y ve demasiadas texturas vetustas y cuando vemos a los que nos siguen creemos que serán demasiado livianos para soportarlo. Seguimos confundidos y ahora comprendemos que no seremos nosotros los que salvaremos este mundo, y cínicamente sabemos que nadie lo hará. Simplemente nos sentimos, en el mejor de los casos, un extraño puente entre la cruel e injustificada desidia de vieja data y una insegura mejoría donde otros aceptarán sin chistar las diferencias y las celebrarán, mientras dejan de reconocer otros problemas que procurarán negar. Quizás los que vienen no tendrán que hacer el esfuerzo de definirse como hombres y se reirán de nosotros sin remedio.

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