Por José Gandour @gandour

Nota del editor: No soy fatalista, pero adoro escribir sobre cómo imagino el infierno, el apocalipsis y, en escala menor, mi propio funeral. Todas las historias, en el fondo tienen un elemento común, que puede servir de alivio, o, al contrario, de estimulador de pesadillas: la música.
Hoy he recuperado un texto publicado hace cinco años que, dándole un nuevo brillo y añadiendo unos detalles, quería compartir con ustedes. Además, he sumado, al final del texto, los cinco discos que les pido suenen en el, esperemos, lejano, caso de mi despedida de este mundo. Igual, me parece que es mejor compartir este material con ustedes con certeza y no luego, una vez me vaya, a punta de conjeturas de algunos de mis amigos.
La imagen elegida para ilustrar el artículo se llama “Es el fin del mundo”, y fue hecha en 1824, por el francés Nicolas Toussaint Charlet.

Quién diría que justo cuando el mundo llega a su fin, en Bogotá no llueve y, en cambio, tenemos un sol precioso. El fin del mundo nos recibirá en pantalón corto y camiseta. He decidido aguardar la consumación del planeta y de todo tipo de vida, incluyendo la mía, con una remera roja con la portada de Screamadelica impresa en el pecho.

No hay nada que hacer. El presidente se ha dirigido a toda la nación, ha tratado de dar palabras de aliento, pero al final se ha sincerado. Él sabe que estamos en una región del orbe donde nos toca resignarnos a las decisiones de los más grandes y como nunca siquiera chistamos y siempre creímos en la sabiduría de las potencias, sólo nos dimos cuenta a mala hora que nuestra tardía rebeldía no servía de nada. Hasta para fallecer por culpa de otros somos pusilánimes y resignados.

Desde aquellos misiles que lanzaron desde el Mediterráneo hacia Crimea sospechamos que no había vuelta atrás, pero creer en dioses que nunca nos hablaron nos hizo pensar que alguna mano bondadosa iba a quebrar a los más fuertes. Hoy apenas nos vemos desde las ventanas de nuestras roídas casas, sabiendo que ni siquiera un grito o un gesto de leve amor nos auxiliará.

Sí, acudimos a ese famoso título de la composición de R.E.M., y repetimos “Este es el fin del mundo, tal como lo conocemos”, pero, la verdad, apenas con la música nos sentimos bien y escasamente llegamos a la mansedumbre. Aquellos que tienen su pareja al lado se han dedicado a juntarse a perseguir sus últimos orgasmos y a mascullar sus gastados alientos a la espera de la explosión. Otros, con sus familias completas, incluyendo a los ilusos de sus niños, han salido a la calle y, con actitud de turistas, con sus anteojos de sol dirigen su mirada al cielo esperando el destello que los cegará. A mi no me queda mayor refugio que jugar a ser el dj del apocalipsis y con las prontamente agotadas baterías de mi estéreo, me he puesto a recordar la buena música que ha sonado toda mi vida.

Mientras repiquetea Here comes the sun, pienso si eso que llaman cielo sólo estará destinado a los aficionados a los Beatles, o si, en los recintos de la próxima etapa algún carcelero desalmado nos torturará por ser tan ingenuos de amparar con tanta dedicación la exquisita soberbia del cuarteto británico, frente a otros que defendieron el aullido de los salvajes en busca del postrero refugio de la rabia.

Luego, quizás porque el humor más cruel hierbe en mi cuerpo en los momentos menos adecuados, hago sonar parte de la obertura 1812 de Tchaikovsky, preciso en el momento que los cañones truenan. Entonces, mis vecinos empiezan a llorar, jurando que el último desenlace ha llegado. En un acto de locura, salgo al balcón y en un clamor shakespereano improcedente, farfullo la proclama de Enrique V el día de San Crispín:

Nos pocos, nos felices pocos, nos, banda de hermanos;

Porque aquel que hoy vierta su sangre conmigo

Será mi hermano; por muy vil que sea,

Este día ennoblece su condición:

Y los caballeros ahora en sus lechos de Inglaterra

Se considerarán malditos por no haber estado aquí,

Y tendrán su hombría en baja estima cuando oigan hablar

a aquel que luchara con nos ¡el día de San Crispín!

Ni mi imprudencia, ni las palabras del bardo de Avon traen un ápice de aliento al barrio.

Viendo entonces asomarse las primeras luces del apocalipsis, no queda más que cerrar mi ventana y tratar, a punta de brincos desesperados y en cortos intervalos, saltar de New Order a Perrosky, de The Jesus and Mary Chain a Fito Páez y su ciudad de pobres corazones, de los zapatos de goma de Charly a los dientes torcidos de The Pogues. 20 segundos de Londres de Hora Local, treinta de The Universal, de Blur. Dave Brubeck se asoma, pero detrás lo persigue Juana la Loca. Bach se extiende por unos minutos pero a continuación revienta Santa Maradona y ahí comienzo a rogar a la memoria de Diego, de D10s, que haga algo al respecto. Un disco tras otro y el desespero va en aumento.

Finalmente el cansancio me vence y veo la cama con deseo. Todo acabará en pocos minutos y decido entonces dejar puesto un sólo vinilo: Colores Santos, de Cerati – Melero. Mientras me acuesto, se siente la entrada de Vuelta por el universo:

Hoy que estás esplendida
y que todo te ilumina
demos un paseo

Vuelta por el universo
pide algún deseo

Nuestras almas al volar
son las nubes más brillantes…
turbulencias…

Y entre planetas navegar…
Vuelta…
Alto, cada vez mas alto

Cierro los ojos, mientras el temblor se extiende. Yo, que pocas veces he creído en un ser superior, torpemente rezo, sabiendo que eso ni siquiera paz me traerá. Ya cuando el final retumba en mis paredes, sólo atino a decir una estúpida plegaria para mis adentros:

Gracias tiranos, gracias por tanto delirio. En serio, les agradezco tanta locura, tanta altivez y la gracia de habernos dedicado su cruel sonrisa hasta el último momento.

La aguja del estéreo para de forma abrupta. Llegó la hora de dormir sin remedio.

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Anexo: Discos para mi funeral

 

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