Por José Gandour @zonagirante
Fotos archivo Lucille Dupin
Entre el mar, la rebeldía y el deseo de reinventarse.
Celebro cuando una artista sabe combinar la ternura contenida en su discurso temporal con la experimentación necesaria para renovar su sonido. Festejo cuando esa misma artista —sí, hablamos de la colombiana Lucille Dupin— logra que la verdad de sus palabras se establezca como poesía en movimiento, sin perder nunca el afán de sonar acorde con los tiempos vividos.
Y aquí es donde me atrevo a calificar Indiana, el segundo álbum de esta música, como un disco bonito. Sí, bonito, con todo el valor real que tiene esta palabra. Aplico y defiendo este adjetivo frente a todo aquel que se cree valiente buscando la cursilería donde no existe. Sí: bonito, precioso, inspirador, capaz de renovar los términos de permanencia y resistencia frente a los muros de odio que se edifican a nuestro alrededor.
Indiana es una placa que dura media hora, donde se combinan el deseo de replantear el pop femenino y la necesidad de renovar las formas sonoras en una escena que, por momentos, no ofrece algo diferente a los clichés establecidos, especialmente cuando quien se pone al frente es una mujer. Aquí tenemos a una artista que sostiene como su arma de batalla un ukelele —uno de los instrumentos más vilipendiados de la historia— y que, al contrario de lo que podrían predecir los más pesimistas, logra canciones impactantes, que conmueven y satisfacen.
Del Caribe al cosmos: el viaje interior de Lucille Dupin.
¿A qué suena todo esto? A muchas cosas, mezcladas de forma contundente: psicodelia, samplers, elegantes instantes de stoner rock y electrónica sutil. Es como si Lucille hubiera llegado al mar —este disco fue grabado y compuesto en la costa Caribe colombiana, en conexión directa con la naturaleza— con ideas acústicas y les hubiera añadido el favorable ruido de la tecnología, con la bendición del universo próximo.
¿Cuáles son los mejores momentos de Indiana? Aunque recomiendo, como casi siempre, escuchar el disco de principio a fin, sin prisas ni pausas, escogería dos canciones por encima de las demás: Hielo, el sexto corte, quizás la más ruda del catálogo, por el brillante trabajo guitarrero y la melodía vocal, acompañada de exquisitas reverberaciones espaciales. Luego, a continuación, Take Me to the Sea, una balada bilingüe donde se entrelazan entretenidos ruidos digitales y todo parece construido para despertar el mejor espécimen de nuestro zoológico espiritual, para defendernos de las adversidades exteriores. Este es un temazo. Insisto: muy bonito.
Para lo confuso que ha sido el panorama musical colombiano este año, lo hecho por Lucille Dupin es de lo más destacable que podemos hallar en 2025. Ojalá la escena que la rodea —y el resto del continente— reconozcan, a través de este álbum, el valor contenido en su obra. Va en serio: no podemos desperdiciar la oportunidad de escucharla.



