Por José Gandour @zonagirante
Amigos quisquillosos de la crítica, viejos cortesanos del sonido y de la imagen, dueños de inamovibles opiniones e inventures repetidores de etiquetas significantes, defensores de las definiciones invariables: Si, a ustedes les hablo y pretendo sacudir su ya vetusto trono impoluto en el que se sientan a la hora de definir la música y creer que lo que dicen se siente cómodo y verdadero. También le hablo a los que creen que el rock de toda la vida es el único espacio para ser cáusticos, extremos en el sonido, el único redil para ser rebeldes a la hora de sonar, declarar y atentar contra el establecimiento. Ah, viejos amigos, el mundo ha cambiado (no importa si para bien o para mal). Todo lo que creían que predicaban los grandes gurús de la música contemporánea ha variado, los géneros sonoros se han transformado a punta de curiosidad, experimentación, violencia mundial, necesaria sublevación y tecnología. Hasta el mismo POP se ha desnudado y perdido sus telas de disimulada inocencia y ha acudido al ruido para resignificarse. Los misóginos se han llenado de miedo, porque del underground se han escapado figuras de discurso y estéticas agresivas, entre ellas muchas mujeres y disidentes sexuales, para tomarse las principales marquesinas del espectáculo y romper, poco a poco, con orden y la paz de los censuradores de siempre.
Tanta estilizada verborragia se dispara cuando escuchamos Tanya, el nuevo álbum de la argentina Juana Rozas. Este disco, de 13 canciones y 36 minutos de duración, es un compilado de grabaciones corrosivas, que desde sus momentos más rudos, como los que se pueden oír en Un ángel o Qué importa. hasta las tonadas reposadas como Tanya Loca, siempre se observan elementos abrasivos que ensucian todos los instrumentos participantes, que, especulo, pretenden alterar a la audiencia, dando a los oyentes una ración sonora envenenada que confirma que todos los actos que consideramos benignos (el amor, la amistad, el sexo, la felicidad) ya, a estas alturas del siglo XXI, no pueden evitar ser ponzoñosos y de difícil estabilidad. Todo, por fortuna, se ha roto y ha salido de sus corrales, y podemos escuchar baladas de urdimbres sucias, como Besito a las flores, que mezclan arreglos andinos con estruendos industriales, o elementos robados del jazz que se abrazan con percusiones tomadas del hard techno como en Wanna Hotel. La voz de Rozas se balancea constantemente entre la ternura, el grito de rebelión, los efectos distorsionantes y los momentos autotune que no buscan la perfección artificial, más bien la alteración constante del panorama.
Si te venden este disco como nuevo Pop, es porque ya los anquilosados conceptos que encerraban al pop de siempre en los aterciopelados muros de la ñoñería y la impunidad han sido derrumbados hace tiempo. Hoy el Pop, hecho de esta manera, es más consecuente con la realidad y desestabiliza el statu quo. Esto es baile, revolución, abierto laboratorio resonante y desequilibrio emocional, sistémico y social. Estamos en los días más volubles y, al parecer, lo que expresa este álbum hace parte vigente de la banda sonora de las jornadas que vivimos.