Por José Gandour @zonagirante

Debo decir (y admitir) que una gran parte del punk que se ha producido en Bogotá en los últimos veinte años no satisface mis expectativas, ya que en muchos casos se quedó en exponer tristemente sus limitaciones musicales, y sus textos quejumbrosos poco atractivos. Me parece que la idea del punk, en el planeta en general, cuando pudo progresar, exhibió sus feroces ganas de evolucionar, rompió sus propios esquemas sonoros y pudo adoptar la audacia y el humor suficiente como para que sus protestas, que bien necesita el mundo actual, procuraran ir más allá del resentimiento. Por dicha razón, celebro la publicación de Visiones incendiarias, segundo álbum de la banda Figueroa, un proyecto de texturas crudas e ideas frescas, que elevan el nivel del género musical.

¿Esto es punk? Por supuesto que es punk y sigue respetando la línea de la música de garaje. Visiones incendiarias es un cúmulo de grabaciones sucias, lo-fi, hechas en casa y de forma autogestionada. Se nota. No pidan aquí exquisiteces resonantes de maestros de la producción. Pero eso aquí no es un problema. Para nada. La banda, al contrario, aprovecha sus restricciones y las convierte en un sello propio y lo asume con el interés de descubrir que puede hacer con las herramientas que poseen. Eso le permite mezclar lo que saben con la curiosidad y la libertad imprescindible para tener su propia identidad. Por ello no se les puede encasillar fácilmente, y menos cuando escuchamos canciones como Tormenta solar (los teclados que de vez en cuando intervienen, me recordaron los grandes instantes festivos de la desgraciadamente extinta banda británica Carter the Unstoppable machine) o Matatigres (tonada de bizarra letra amorosa que navega las calles bogotanas, a las que se le añade trompetas para sumar un dramatismo que logra elevar el resultado a inapelable hit underground para una urbe que está sedienta de nuevos himnos urbanos).

Figueroa, no exageremos, no está partiendo la historia del punk en dos, pero su nuevo disco llega a tiempo para aliviar un decaimiento del rock local, que se divide, salvo honorables excepciones, entre los que persiguen los favores de los grandes medios y los organizadores de festivales mainstream, perdiendo contacto con lo que pasa al frente de su casa, y aquellos que, con tirria y resquemor, temen romper con su tribu, círculo que no perdona renovaciones en sus formas,  a fuerza de calificar a los innovadores de traidores y vendidos.

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