Por José Gandour @zonagirante
Más que un par de reseñas, estoy decidido a hacer de esta nota un escape literario necesario, como parte del balance de las sensaciones que he vivido en los últimos años, tratando de entender cuál es mi relación con la música, cómo la concibo como mi principal medicina y la defensa que hago de mi forma de promocionar el arte sonoro. Arranquemos.
Yo, que soy quizás mucho mayor que la gran mayoría de los visitantes y amigos de esta página, quiero seguir siendo, por unos segundos cada día, el mismo que con su walkman saltaba por el almacen de muebles de mi familia, mientras zarandeaba mis oídos escuchando Godfodder, el álbum de mis amados Ned´s Atomic Dustbin. También quiero seguir siendo el mismo que, cada vez que oye Waltzing Matilda, en la versión de Tom Waits, derrama una lágrima por no poder evitar que el pecho se comprima mientras dura la canción. Quiero ser el mismo ingenuo que sospecha que Pulsar, de Cerati, es una revelación divina, para alguien como yo, que dejó de creer en dioses hace un buen rato. Y si, la música me hizo superar los últimos años el paso por la pandemia y mis problemas de salud, poniendo un día a todo volumen en la clínica de Marly las variaciones Goldberg de Bach, interpretadas por Glenn Gould, para explicarle a un doctor que esta pieza había sido compuesta para que un mecenas del compositor pudiera dormir plácidamente. Y si, es la música la que ahora me invita a escuchar repetidamente durante toda esta tarde las dos nuevas placas discográficas que me han hecho tener confianza en que todo lo que viene puede estar mejor: Broken, de Ela Minus, y Las voces del Jacaranda, de Rubio.
Yo, entre tantos otros clichés que he promulgado en mi vida, pienso que la mejor música es la que juega a rozar el borde de lo posible y sostenerse rebelde frente a lo opresivo y convencional. La música debe sacudir corazones, debe escupir sinceridad, y, a la vez, debe ser un deleite sentimental emocionante, donde algo, al menos una pizca, una nota, debe inventar (o reinventar) la realidad. La música está para producir temblores, erizar la piel, provocar besos, morir durante un par de segundos antes de recuperarnos en lo cotidiano. A mi me gustan muchos artistas, muchas bandas, pero todo este alegato solo lo provocan en mí una decena, un poco más, de nombres. Rubio y Ela Minus, entre ellos.
Ustedes ya saben mi amor profundo por la obra de Fran Straube, la misma Rubio. Ella, si nos ponemos técnicos y exagerados (perdón este permiso que me doy), reestructuró en mi el concepto de la música electrónica como vehículo de viaje, de periplo mental. Sus tonadas, además de ser una elaboración exquisita y detallada de texturas y más texturas sonoras, invitan al baile y, al mismo tiempo, a la introspección, al crecimiento, a la duda como sostén de la sanidad intelectual. En los últimos años ella ha crecido. Su arte se ha hecho cada vez más exigente, pero, al mismo tiempo, más libre, más interesante. Fran es bastante prolífica, ha publicado muchos títulos en los últimos meses, pero la calidad de su obra no decae, más bien abre nuevas puertas resonantes, e invita al oyente a detectar sus flamantes actos de magia, sus nuevos descubrimientos. Su voz asume una mezcla de efectos y tonalidades cada vez más propio, sin perder nunca la conexión para transmitir el mensaje. En Las Voces…, se establece un recorrido de apenas dos cortes. Yugen, canción de apertura, es un desplazamiento sostenido por una fuerte distorsión, sumado a ritmos cercanos a lo exhibido por el drum&bass de los años noventa, y ejercicios vocales de alta reverberación con puntos límites en las frecuencias altas. Shouganai, la segunda parte, es una especie de trip hop un tanto acelerado, que trae consigo una necesidad de respirar más rápidamente, donde lo expresado vocalmente genera cortinas que van dominando el panorama, y donde se provocan atmósferas conmovedoras, con leves delays que lograr crear angustia, incertidumbre, perplejidad. Insisto, es en la duda, y más con Rubio, donde reside el placer.
Ela Minus prepara nuevo álbum y ha lanzado un par de grabaciones de adelanto, bajo el nombre de Broken. Desde ya puedo decirles algo: la canción que da título a este material, está en el top 3 de mis tonadas favoritas de 2024. Llega a mis oídos a tiempo. Es una preciosísima confesión de rompimiento espiritual en medio de la euforia. Es increíble cómo en un poco más de cuatro minutos se puede juntar la felicidad de la danza, la confesión del malestar personal y la crisis de idealismo que cualquiera en estos días puede vivir. Es la misma conmoción que sentí cuando escuché God is a Dj de Faithless. Es una seguidilla de clicks mentales que nos revientan contra la pared y, al mismo tiempo, nos sacan la mejor de nuestras sonrisas. No me importa sonar desmesurado, pero esta es una canción salvavidas, con luz propia, que ojalá millones pudieran escuchar en la intimidad de su casa, para salir luego a la calle a sentir un aire mejor. Y luego viene Combat, un reposo, una meditación, la cobija de descanso. Una galaxia de urdimbres sonoras que van apoderándose poco a poco del ambiente, mientras las voces, envuelta en efectos de destello y expansión espacial, se encargan de arroparnos y decirnos quizás que puede haber esperanza. Al menos eso es lo que quiero imaginar.
En fin. Escuchar estos dos nuevos discos me hace confirmar algo que vengo diciendo hace rato: Son las mujeres y las disidencias sexuales las encargadas de cambiar la visión que tenemos de la música, la renovación viene desde hace varios años dándose por ese lado. Es en su valentía, en su forma de preguntar hacia dónde vamos, en el tanteo de sus composiciones y en todo lo que tienen que decir, todo lo que antes fue callado, donde está el encanto y el futuro de lo que escuchamos. Claro, hay de todo, pero ejemplos como los de Rubio y Ela Minus son los que vienen y cargan consigo una fuente de inspiración de lo que viviremos. Quiero creer que dentro de lo que oiremos en próximos tiempos estará lo mejor de la música para las próximas generaciones, ya que serán momentos de desobediencia y hermoso riesgo.