Por José Gandour @gandour

En el comienzo de los tiempos de la fusión, casi todos los experimentos de combinación de tendencias contemporáneas con el folclor colombiano  sonaban forzados, como si el asunto se tratara de hacer una suma sencilla y arrejuntar elementos que no se habían visto antes, esperando a que convivieran desde el primer momento que se metían en la misma caja y nada más. Muchos de aquellos que sugerían que era una buena idea juntar, por ejemplo, hard rock con cumbia, con vallenato o con otros momentos autóctonos, creían que la cosa era simplemente meter maracas y tambores al acto de rabia primario y gritar un «sabooooooooor» en medio de los coros. Por eso es que buena parte de esos experimentos fracasaron, porque, además, evidenciaron que quienes se metían en esas aventuras poco o nada tenían que ver con los ritmos locales, y la mezcla la habían realizado acudiendo a la corta colección de vinilos de los padres. Otros se limitaron a imitar a Noel Petro, creyendo que si le agregaban algún rollo intelectual al buen humor del mejor intérprete del requinto nacido en Cereté, Córdoba, iban a darle la vuelta a la torta y consagrarse en las escenas internacionales. Nada que ver. 

Por suerte, las buenas intenciones de la amalgama estética y rítmica tomaron los caminos adecuados y, especialmente, se impuso el respeto hacia los elementos originales. El error estaba en mirar todo en concepto (de forma voluntaria o no) de broma, de un chascarrillo para celebrar borrachos al final de la fiesta. El secreto, parece ser, se trataba de encontrar los puntos en común por encima de la diferencia. Encontrar la familiaridad de la resonancia folclórica con los colores contemporáneos. Darse cuenta que el blues tiene historias similares a las que contiene la cumbia, y que, lo que buscan en conjunto es sacudir el alma y el cuerpo del oyente, sentir su movimiento de corazón y de cuerpo. Claro, así si funciona ese encuentro, de otra manera, la esencia en la mixtura se diluye.

Todo esto viene a cuento con el lanzamiento del tercer álbum de la agrupación colombiana Ismael Ayende, un disco de ocho canciones que no se complicó con un título general diferente al nombre de la banda. Escuchar esta grabación es comprender la evolución de una propuesta musical que ha madurado y ha tomado forma, entendiendo los puntos de confluencia entre el rock y la electrónica que marcó las nuevas generaciones y la herencia sonora colombiana de toda la vida, que aún retumba con fuerza en las calles y en las radios de la nación. Este compilado de tonadas que van recorriendo la geografía del país, se da de manera honesta e inteligente, pasando de la costa Atlántica y acudiendo al vallenato y los rastros bailables caribeños, para luego, como si fuera un viaje en bus por las complicadas carreteras locales, abordar la nostalgia de las regiones montañosas y convertirla convincentemente en expresiones asimilables por las nuevas generaciones. Este disco es un trabajo hecho con cabeza y con agallas, donde brilla el buen liderazgo de Juan Manuel Osorio, cuya labor guitarrística es la gran definidora de esa fusión, la que concreta la química necesaria para que toda esta producción sea creíble.

Amigxs de Zonagirante.com, regálense un poco menos de veinticinco minutos para escuchar este trabajo completo. Es una pequeña joya, un buen obsequio para el oído. Ismael Ayende, en su tercera placa discográfica, triunfa en su vibrante laboratorio y en la transmisión de un mensaje de tolerancia artística y cultural.

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