Por José Gandour @gandour

Me aburren los rockeros nostálgicos, los que insisten con decirnos que el mundo musical debió haber frenado su impulso de crecimiento y expansión después de ciertos momentos icónicos de la historia artística. Me producen los más largos bostezos aquellos que piensan que todo se derrumbó cuando los Beatles se separaron, cuando Cliff Burton, bajista de Metallica, murió en un accidente de carretera en Kronoberg, Suecia, en 1986, o cuando Kurt Cobain descubrió de mala manera cómo usar una escopeta en su contra. Claro, todos tenemos ese momento ideal en nuestra memoria en el cual quisiéramos regresar a los sonidos de antaño e imaginarnos su duración infinita, luchando contra la adversidad de la resonancia contemporánea. Obviamente a mí, en lo personal, me gustaría retornar al instante en que escuché por primera vez a The Stone Roses o al concierto de The Ganjas en el Rock al Parque 2005, sentado a un lado de la tarima, con la boca abierta, sorprendido por el aire bendecido con el bendito ruido de las guitarras. Pero, como dije al comienzo de esta nota, los rockeros nostálgicos me producen hastío y creo, además, que son los principales responsables del lento pero casi seguro desvanecimiento del género. 

¿El rock ha muerto? No, pero en muchos casos se quedó en viejas fórmulas, en tontos resentimientos, en discursos caducos y en complejos machirulos anticuados. ¿Saben quién realmente murió? El rockstar. Ojo, claro, siguen vivos Keith Richards, Gene Simmons, Ozzy Osbourne (ya en camino de la despedida definitiva), Bruce Dickinson, y otras glorias que han sabido resistir y a los cuales agradeceremos siempre su presencia y su desfachatez. Sin ellos el mundo sería un lugar demasiado normal y deprimente. Pero el rockstar o, (peor) el aspirante a serlo, queriendo todos los excesos injustificables y una visión de la vida repetidamente decadente, ya no funciona. Nadie está diciendo que hay que comportarse como el más deprimente de los funcionarios de oficina o como los amargados contadores, pero no podemos confundir la turbia melancolía con la necesaria rebeldía que deben contener siempre las artes para romper las taras de la época.

Eso si, creo que todavía el rock (el buen rock que siempre necesitamos) sigue teniendo su mejor cuna en los garajes, en las salas de ensayo, en los toques del barrio, en los festivales improvisados del underground de cada ciudad. Existe en el deseo de los músicos que sienten que todavía pueden reinventar el sonido, en acudir a la escucha colectiva de discos de los ídolos y sentir que todo lo que hicieron ellos se puede mejorar y se puede revitalizar. Y, también creo que el mejor rock de nuestros tiempos no necesariamente tiene orígenes anglosajones y se debe cantar en inglés. Y, a riesgo de sonar exagerado, y escuchar las destempladas burlas de algunos periodistas anquilosados en las viejas reglas, creo que una de las mejores bandas del planeta salió de la ciudad de La Plata y se llama El mató a un policía motorizado.

¿Por qué digo esto? Porque siento que esta agrupación, sin necesidad de complicarse la vida y lucir como lo que no son, hace canciones arrasadoras que hablan de lo que podemos sentir día a día, sin necesidad de acudir a torpes monstruos o historias lejanas a sus propias calles. El mató es una banda creíble, que sentimos cerca y aunque podrían ser nuestros vecinos, hacen tonadas que nos emocionan con un manejo fino del lenguaje y sin perder contacto sonoro con los tiempos que vivimos. Como diría Morrisey (si, el mismo pobre hombre que se lo tragó de mala manera el ego), ellos hacen canciones que hablan de nuestras vidas o de eventos y sentimientos que podemos hacer propios en nuestra memoria.

Hablamos de El Mató porque estrenan en Youtube su sesión en vivo en la emisora norteamericana KEXP. Con un repertorio grabado en los estudios de la radio ubicada en la ciudad de Seattle de apenas cuatro canciones, éstas publicadas originalmente en sus álbumes La sintesis O´konor y La dinastía Scorpio, logran, sin aspavientos, confirmar la convicción de su propuesta y la solidez de sus composiciones. No necesitan disfrazarse de luminarias ni posar de figuras inabordables para hacernos repetir a su lado letras conmovedoras que sobresalen sobre mares de preciosa distorsión. Tenemos al frente gente cotidiana como todos nosotros que, por suerte para nosotros, hace música extraordinaria hecha para celebrar el rock de estos extraños y turbos días. 

Amigo, el rock no ha muerto. Simplemente es que, por momentos, por alabar indebidamente a la nostalgia, no estamos escuchando a los que deberíamos oír.

 

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